Hace tan solo un par de
días tomaba café con un nene muy importante para mí. Llamémosle Pedro (nombre
ficticio). Pedro degustaba con nostalgia una bamba de nata, bollo que suele
pedir siempre que le asalta un ataque de gula. Yo le pregunté acerca de dicha predilección
y, entonces me confesó que obedecía a un recuerdo, más bien un sentimiento, que
le acompañaba desde la infancia. Cuando mi amigo era pequeño, su abuela, todos
los domingos, le llevaba a una confitería y allí le compraba como un ritual la
susodicha bamba de nata. ¿Por qué siempre lo mismo? Quise saber yo. Había
muchas otras cosas donde elegir. Podría haber alternado con un pepito de
chocolate o una palmera de vez en cuando para variar. Podía haber sido, pero no
fue. El caso es que su abuela siempre le compraba lo mismo, además, ella, en su
sabiduría y demagogia, alegaba que era lo mejor, y eso le hacía sentirse
especial. Con el tiempo, sin embargo, Pedro un día descubrió que los motivos de
la querida progenitora de su madre no eran tan considerados y que el ya
mencionado pastel era de lo más económico de la carta.
- Bueno, pero ahora no tienes ese problema, eres adulto y
puedes tomar tus propias decisiones. Arriésgate y toma algo diferente e incluso
tira la casa por la ventana; pídete lo más caro, solo para darte el gusto.- Le
reté.
- Demasiado tarde, So. No hay nada en la vitrina expositora
que me atraiga la mitad de lo que lo hace mi bamba de nata. Quizás los otros
postres estén más buenos o sean más sofisticados, pero no poseen la capacidad
de evocar el pasado de la misma manera, de hacerme sentir un niño en cada
bocado. Además, ¿lo que has encargado al camarero no es tu trufa de chocolate
de siempre?
Touché, tocado y hundido.

Hay cosas que son como
son, simplemente nos gustan y ya está.
Entrados ya en materia, la conversación discurrió por el
sendero de las cosas que nos provocaban placer. Mucho había llovido desde que
este nene y yo nos conocimos y nuestras circunstancias habían cambiado, algunas
para bien, otras para mal, pero ya no somos los chiquillos de entonces. Ahora ambos
somos adultos, con bagaje a nuestras espaldas y una larga trayectoria en común.
Más serenos, menos expectantes y, espero, un poco más sabios, quizás también
con menos fe en el futuro, pero no por ello con menos ganas de tener proyectos
y llevarlos a cabo.
-¿Con qué cosas disfrutas ahora?- Me preguntó.- Estamos
mayores, nos hemos aburguesado y somos mucho más vagos. El dinero se ha
convertido en un factor importante ¿verdad? Casi todo requiere de él.
-El dinero es importante, no lo voy a negar. Pero seguro que,
si nos esforzamos, encontramos algo que no lo necesite.
Estrujé mi cabeza.
Por ejemplo a mí me
encanta dar de comer a los patos, ver como vienen corriendo y abren el pico
cuando yo les acerco un ganchito. Y los largos paseos por cualquier lugar, perdernos
porque a pesar de todo nuestro sentido de la orientación sigue siendo una
mierda y hacer de ello una aventura.
Cuando llueve y el día es tétrico y deprimente, quedarse
calentito debajo de una manta y leer un buen libro o salir a la calle a pesar
de todo y tomar café mientras esperamos a que amaine.
En primavera, con los primeros rayos del sol, es un placer
sentarse en un banco muy quieto como una lagartija e ir descongelándote poco a
poco al igual que un sapito que revive tras un crudo invierno y siente la
existencia retornar a su ser.
Recorrer la ruta de mis parques favoritos: en la Quinta de
los Molinos el florecimiento de los cerezos es espectacular; el Campo del Moro,
en verano, es un oasis de verde frescor en medio del ardiente asfalto; el Parque
del Oeste es inmenso y todavía se puede encontrar algún recodo desconocido;
estudiar la fauna de la Casa de Campo es siempre entretenido.
Allí conviven, en relativa paz y armonía, los corretones y ciclistas, las prostitutas, sus chulos, los clientes y los mirones curiosos, los retenes, torretistas y demás trabajadores. Estos habituales de tales lares se conocen y se saludan, cada uno desde su pequeña parcela vital. A veces, incluso comparten un cigarro a modo de tregua e intercambian algún comentario acerca de sus respectivas vidas, un pequeño momento de convergencia que acaba tan pronto como se extingue el humo, después dan media vuelta y sin mirar atrás retornan a sus quehaceres.
Allí conviven, en relativa paz y armonía, los corretones y ciclistas, las prostitutas, sus chulos, los clientes y los mirones curiosos, los retenes, torretistas y demás trabajadores. Estos habituales de tales lares se conocen y se saludan, cada uno desde su pequeña parcela vital. A veces, incluso comparten un cigarro a modo de tregua e intercambian algún comentario acerca de sus respectivas vidas, un pequeño momento de convergencia que acaba tan pronto como se extingue el humo, después dan media vuelta y sin mirar atrás retornan a sus quehaceres.
De noche, Madrid se ilumina y los edificios adquieren una
magia especial, nos recuerdan que es una ciudad llena de arte y de solera a la
que no miramos con la atención debida porque la fuerza de la costumbre nos ha
robado la capacidad de detenernos a contemplarla.
Quedar con amigos y familiares, sentir su presencia cerca, reírte
con ellos de cualquier absurdidad, compartir con ellos las alegrías y las
penas, tu vida y la suya es a la vez un placer, un deber y un privilegio.
-¿Qué opinas tú? Inquirí a Pedro con gesto escrutiñador.
Él me miró con una sonrisa y añadió:
-Que tienes razón y que
a pesar de todo seguimos siendo las mismas personas, más viejas y quizás
vestidos de distinta forma, pero las cosas que nos gustan son las mismas que
hace quince años. Algo debe permanecer de nuestra esencia primordial, o quizás
sean los recuerdos que dan unidad y sentido a nuestra identidad, y
retroalimenten nuestras experiencias pasadas y presentes. ¿Disfruto de lo que
me hizo feliz antaño, o recuerdo con cariño del pasado lo que me complace ahora?
-No lo sé y es meterse en jardín demasiado metafísico, tan
solo acepta y admite que hay cosas que te gustan, porque sí, y ya está. No le
des más vueltas. Y ya se me enfriado el café con tanta charla ¡qué irónico! Hay
hechos que no cambian, demos gracias por ello.
Pedro asintió con sus
ojos castaños y me di cuenta de que en realidad lo que me gusta no es lo que hagamos
o dejemos de hacer, es que lo sigamos haciendo juntos.
Que Di Estéfano se case demuestra que las leyendas nunca mueren, mañana tenéis aquí a la cuarentañera más espectacular, Regina Roman con su Mota Rosa.
Hoy me ha hecho sonreír especialmente. Será que estoy fuera de casa o que coincida en todo. Pero está noche me siento niño y echo de menos la compañía de los que han madurado conmigo. Gracias nena
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