miércoles, 29 de agosto de 2012

Galletas de la suerte - Dices tú de mili...


Dices tú de mili...

Hoy he abierto una galleta al azar y me he quedado con el mensaje que traía. Nada de manipular el destino, nada de escribir lo que me da la gana. Además, como después de lo de la semana pasada estaba un poco muerta se la vergüenza, sabed que la lata roja está en su sitio dentro del armario del desayuno, que he limpiado la mesa de migas y que he cumplido con todas  mis tareas antes de ponerme con la entrada de esta semana.

La cuestión es que tengo que empezar por mi primer viaje a parís para que comprendáis la profundidad de esto que me sucedió el otro día. La primera vez que viajé a mi ciudad favorita (entonces lo era: joven, quiero decir), lo hice sola. Había planeado reunirme allí con el hombre de mis sueños, cosa que no sucedió. A cambio viajé mucho en metro. Mi primer metro…

El metro de París comparte con la parte más antigua de Madrid la cosa del alicatado blanco, la suciedad y las aglomeraciones. También comparte una superpoblación de gente que canta, vende cosas o pide dinero.  Y uno de esos me pilló con las defensas bajas. Corría el 96, así que yo tenía 22 añitos. Él debía de tener 15. Eso sí, muy bien aprovechados. Vendía rosas en el metro y se empeñó en que le comprase un par. Y yo no, y él que sí, y yo que no y él que sí… Hasta que me hizo entender que me las regalaba.

¿Qué hice yo? Cogerlas.

¿Qué hizo él?

Seguirme por todo el metro hasta que me paré en una intersección porque aquello es para ratas de laboratorio de las listas. Además una cosa que el metro de París no comparte con el de Madrid es que todo está en Francés y yo el francés no lo hablo, no… Si acaso… Bueno, que el muchacho me alcanzó, me cogió de la muñeca, me empujó contra el alicatado blanco, se me echó encima y me dio un morreo de padre y muy señor mío.

Cara de imbécil total hasta que reaccioné. Acabo de revisar el diario de la época y no tiene ninguna referencia. Creo que sólo lo consigné en la correspondencia.

Bueno, pues hace unos días venía de la oficina en metro. El madrileño, el que me sé de memoria ya. Venía protegidísima –una aprende. Le cuesta, pero aprende-: ipod a tope, lector de libros digitales y concentración exacerbada. Ni recuerdo lo que leía. Total, que se me sienta un señor mayor al lado, le echa un ojo al lector y me pregunta algo. Yo me quedo tal cual hasta que recuerdo que mi madre se gastó una pasta en libros y todos los créditos de mi amor infantil a base de recriminarme mis malos modos. Me quito el auricular y ahí empieza la odisea.

- Eso se hace más grande ¿no?
- ¿Las letras?
- Sí, para leer mejor.
- Sí… bueno, en este caso concreto no por el formato…

Como si al señor aquel le importase tanto así el formato de mis archivos. No. Aquel había ido allí a hablar de su libro, no del mío. Y en su libro había un chaval listísimo, criado en el campo con un problema en las pestañas: al parecer había nacido con unas pestañas como cerdas de porcino que se le clavaban en los párpados y entonces se le infectaban los ojos. Una delicia de conversación que no comprendo demasiado bien cómo pasó de eso al hecho de que es mejor no pedir cosas prestadas.

Una vez este señor le pidió un libro de la escuela a un compañero para poder copiarlo y estudiar, porque sus padres no podían pagarle los libros. Pero él sabía que aunque se lo había dejado, el muchacho no estaba conforme con le préstamo, así que se aplicó en la copia tanto como pudo. Y bien que hizo, porque el otro se plantó en su casa a los cuatro días para pedirle el libro de vuelta. Menos mal que nuestro señor del metro tenía una memoria prodigiosa y, no solo copio el libro completo, sino que además se lo aprendió de memorieta.  A esas alturas mi Tablet había entrado en estado de hibernación y del ipod ni me acordaba.

- ¿Y hasta donde vas, maja?

¿Qué hice yo? Contestar la verdad.

¿Qué hizo él? Acompañarme todo el camino.

Pero esto es bueno, ya lo decían las galletas. Y lo que unen las galletas que no lo separe el hombre. Durante diez o doce paradas tuve la oportunidad de enterarme  de una cosa que pasaba hacia el final de la dictadura franquista; a saber, la Costa del Sol se llenaba de suecas que, en contra de la opinión popular, venían aquí con sus maridos.  No les interesaba en absoluto liarse con los machos  ibéricos. No. Ellas salían por la noche cubiertas apenas por unos escasísimos vestidos de gasa (todas ellas, que ya me imagino que Torremolinos debía de ser como el Olympo, todo lleno de señoritas con minitogas de seda blanca y cintas doradas en la frente) y sin ropa interior –ahí al caballero le resbala la mirada hasta mi escote-. Y las muy guarras salían a bailar con los españoles mientras los maridos se quedaban en las mesas mirando.  Y luego se iban a casa… ¡Con los maridos!

Las diez paradas dieron para varios consejos sobre alimentación de los que el señor me explicó que también servían para aumentar la potencia sexual y mucho más contenido que quizá revele en otra ocasión, cuando la galleta lo requiera.

La de hoy, por si aún os lo preguntáis, decía:  Pobre discípulo el que no deja atrás a su maestro… De donde se deduce que, o en esta ocasión he aprendido de verdad a no hacer caso a la gente que se me acerca en el metro, o a la tercera será de verdad la vencida.

No quiero estar allí, nooooooooo




Y mañana, ya lo sabéis, Irene Comendador nos reune encima de los tacones ¡Allí todos u os las veréis conmigo!


7 comentarios:

  1. Pues muy ilustrativo Ali, ya nos contarás la famosa receta para aumentar la potencia jajaja.
    Desde luego, voy a tener que volver al metro porque a mi estas cosas no me pasaban jajaja
    Besos y suerte con el griego (francés, griego...mmm vaya con las lenguas que elige la niña)

    ResponderEliminar
  2. Hay chicas que irradiais algo, no se que son, si feromonas especiales o señales ultravioletas o ultralilas o del color que sea, que atraen especímenes humanoides de lo más curioso, personajes que el destino coloca allí para enseñaros cosas importantes. En tu caso parece que fue para decirte que si esperas que alguien te arrime a la pared y te de un morreo, debes olvidar el iPod y quedarte embelesada en el mapa del metro. Sobre el componente francés de lo que suceda no me pronuncio que este es un blog sin contenido sexual explícito.

    ResponderEliminar
  3. Podría contaros lo que me ocurrió en el metro de Madrid pero no voy a hacerlo, pues lo tengo reservado para una novela. No es tan erótico como lo tuyo en París, pero es que la france es la france... Será el clima y tus divinos ojuelos encandiladores.

    Muy buena entrada, amiga!!! Vuelve pronto!!

    ResponderEliminar
  4. Muy interesantes, ambos viajes, cada uno con un punto muy distinto. La demolición del macho ibérico ha sido dolorosa...pero se veía venir xDD

    ResponderEliminar
  5. Muy bueno Ali, como siempre!!! París esa ciudad del amor! Yo aún no he ido, así que ya he aprendido: aceptar rosas en el metro!!! Jijiji Se te echa de menos!!!!

    ResponderEliminar
  6. Jejeje hoy me ha pasado lo mismo esperando a que abrieran la farmacia!! Ains... XD

    ResponderEliminar
  7. Jajajajja, que bueno, si es que nuestra Ali, se mete en unos fregaos, pero mira, si no lo hicieras... ¿qué nos contarías? como cuecen los macarrones en la olla? jejejejej Vamos que para poder coger peces hay que mojarse, o eso era en otro sitio que lo tenía que decir? Bua, no me hagas mucho caso hoy que estoy como las maracas de Machín, toda decentrada jjejeje Me he reído mucho con el pobre hombre y me ha encantado ese beso furtivo tuyo, yo quiero que me pasen esas cosas!!!!!
    Un beso cielo mío, eres lo mejor y tus galletas no digamos :D

    ResponderEliminar