miércoles, 3 de abril de 2013

Galletas de la suerte: Aguarrás


¿Por qué? ¿Por qué una mujer de treinta y nueve años de reconocida inteligencia* tiene una caja de cien guantes de látex y sin embargo pinta con esmalte acrílico y se pone las manos perdidas de rojo?

El motivo es el mismo que lleva  a cualquier hombre o mujer a instalar el reproductor de DVD , el microondas o cualquier otra cosa que posea cables, enchufes y tomas a pelo.

Iré más lejos: se trata de la misma razón que nos impulsa a tratar las depresiones crónicas con alcohol, a decirles a nuestros amigos que se dejen de gilipolleces y que se pongan las pilas. Entroncamos aquí con lo del reproductor de DVD, que no lleva pilas porque se enchufa a la corriente alterna. Me pierdo sin embargo en lo relativo al látex y la pintura roja que  he tenido que quitarme de las manos con estropajo de alambre. Porque no guardo los guantes en la caja de herramientas sino en el baño. Quizá tendría que cambiarlos de sitio, colocarlos junto a las brochas y el disolvente y que todo ello formase una unidad que mi cerebro comprendiese como tal.

En cualquier caso, ni toda la hidratante del mundo va a arreglar el desastre, ni la maravillosa independencia de nuestros maridos y nuestras esposas, ni de nuestros solteros y solteras favoritos va a evitar que salten los plomos; ni nos vamos a ahorrar las lágrimas de quien sea que creemos que unas baterías AA solventarían su crisis más reciente.

Veréis, con casi todo lo que compramos viene una pequeña nota que explica su modo de empleo. Ahí encuentras joyas del calibre de que, si disuelves una parte del esmalte con media de disolvente para la primera capa, el trabajo será más ligero, la cobertura mejor y con la segunda podrás recubrir los pequeños defectos y dar el estupendo acabado brillante que perseguías. Sí: hacen falta dos capas. Si, como a mí, os gusta el bricolaje,  sabréis que esto es cierto. Si, como yo, pensáis que no es necesario leer la lata porque basta con mojar la brocha y extender, habréis pasado por el doble trabajo de dar una primera capa en la que os habréis dejado, además de corros infames sin pintar, los bíceps destrozados porque sobre la madera virgen no corre la pintura sin disolver. Es lo que hay.


Con los aparatos eléctricos nos suelen dar un libro de instrucciones. Sí, hasta con las maquinillas de afeitar viene uno. Ahora además lo escriben en todos los idiomas de la unión más algún otro nada unido pero que tiene una grafía monísima de tintes árabes u orientales. No me consta haber leído ningún manual en sánscrito, pero seguro que los hay. Sin duda, los habrá en India. Si os gustan los gadgets sabréis que es importante averiguar algunas cosas antes de conectarlos a la red. Cuando compré el MAC desde el que os escribo las cosas no podían resultar más sencillas: solo tiene un cable. Uno solo que va desde la pantalla con CPU integrada hasta la red eléctrica. Pues si estáis pensando que había una forma de equivocarse al conectarlo acertáis: lo hice mal porque no leí las instrucciones.

Cierto: las personas nacen sin etiqueta que diga que hay que agitarlas antes de usarlas, pero seguro que todos habéis aprendido ya qué, cuánto y cómo hay que agitar antes de dar a un ser humano un uso plenamente satisfactorio. Puede que esto no sirva para los problemas emocionales… o puede que sí. Me lo decía hace unas semanas la Roman. Sí, sí: la que nos motea de rosa todos los martes: “Nena, para ser buena sicóloga sólo hace falta una cosa: escuchar”.

¿Quién dice que no llevamos libros de instrucciones? ¡Venga ya!  Seguro que os sabéis de memoria los pucheros de vuestras personas favoritas. Seguro que os sabéis sus excusas, sus muletillas. Seguro que veis venir el humor del que se os acercan y hasta los motivos de ese humor. Aquellos con quienes vivimos nos dicen con cada uno de sus gestos cómo hay que usarlos, de qué manera hay que tratarlos cuando tienen un momento bajo o uno alto. Y me juego lo que queráis a que a casi ninguno de ellos, de vosotros, les vale con eso de sacudirse la modorra y encasquetarse las pilas.

Escuchar es el primer paso antes de responder.  Hay que escuchar, además, no solo cuando nos hablan. A veces las palabras son lo de menos y lo que hace falta es observar, estar atento a la caza de las vibraciones que el otro emite. En las ocasiones menos frecuentes pero más afortunadas, escuchamos por defecto. Nos interesa tanto la otra persona, nos importa tanto su bienestar, que la aprendemos desde el principio. En estos casos no se habla de pilas. En estos casos se está preparado para ofrecer lo que el otro necesita.



Pero ya he dicho que esos casos son los menos frecuentes. La mayor parte de las veces es tarea nuestra escribir  el manual en que otros encontrarán lo que necesitamos. Porque a veces somos crípticos y lo que para algunos de nosotros significa una cosa, para otros significa otra. Por eso hay que hacerles a quienes queremos más fácil la tarea de escuchar: hay que hablar, hay que pedir, hay que ser claro y desterrar al miedo. Hay que disolver ese miedo con el mismo aguarrás que está impregnando mi teclado de un olor espantoso.

Dicho queda: escuchar y hablar. Para que las adivinanzas queden en lo que son: juegos infantiles. Que los adultos tenemos mucho de lo que ocuparnos.







Y mañana Irene Comendador nos dará otra dosis de encuentro en tacones. Nada de perdérsela, que eso sí que son instrucciones de las buenas.


2 comentarios:

  1. Tu lo has dicho...eso es cierto si "Nos interesa tanto la otra persona". Hay que escuchar, pero sobre todo..nos tiene que importar el de enfrente

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  2. Saber escuchar es fácil si sabes cómo :-)

    Lo difícil es saber interpretar lo que escuchas, porque en ciertos temas dos personas hablando castellano normativo no se entienden, y no es porque no se hablen, sino por no explicar aquello que para uno es obvio lo que es y el otro no pregunta por ser tambien obvio lo que es y sin embargo ser una "obviedad" diferente a la del primero.

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