LA MOTA ROSA (I)
Me llamo Lola Beltrán y no estoy borracha. Ni dormida. Ni
colocada. Estoy simplemente rememorando el día en que me tumbé en el diván de
mi psicoanalista y solté por la boca la de Dios es Cristo; el origen de todas
mis desgracias. Y lo guardo en la memoria como un tesoro porque ese fue el día
en que empecé a comprender. Nada sienta mejor que hablar en voz alta con una
misma y atenderse con afecto. Nadie se muestra más comprensiva con nuestros
desmanes que nuestro propio yo bien adiestrado. Aunque para llevarlo a cabo
tengas que interponer una señorita titulada con cara de “en cualquier sitio
estaría yo ahora mejor que aquí”, que te cobra setenta eurazos la hora.
Todo es cuestión de planteamientos.
—Ese fue el principio del fin —lamenté a media voz. Volví a
observar, molesta, que Paula se examinaba la manicura con más interés del que
le prestaba a mi patética charla—. Y no sé qué me tiene más furiosa: si la que
se ha liado o que me haya hecho perder cuatro años el muy…
—¿Cuatro años? —repitió como en un eco que cae del maldito
guindo.
—Sí, Paula, cuatro larguísimos y valiosos años. Hamilton me
propuso casamiento el día de mi cuarenta cumpleaños; yo acepté despepitada de
ilusión en el mismo acto y hora; luego fijamos fecha para un año después, ¿qué
menos? Ya sabes lo que requieren estos compromisos, preparativos, listas,
listones… ¿Me entiendes?
—Por supuesto. Listas, listones.
—Pero el fulgurante éxito de “Belinda corazón de fuego” nos
llevó de una temporada a otra y nunca quedaba tiempo para casarnos.
—Es que es una serie muy buena. Tú estás que te sales en el
papel de Belinda. ¡Qué trajes…!
—¡Qué coñazo! Porque hoy por ti, mañana por mí y la casa sin
barrer. —La miré de reojo. Ni se inmutó, la tía, haciendo como que tomaba notas—.
Ya sé que el refrán no es así, pero esa acumulación absurda de trabajo fue la
causante de que la boda se retrasara y se pospusiera hasta el infinito. Y aquí
me ves con… ¡cuarenta y cuatro!
—Cuarenta y cuatro. Parece un número de calzado.
—Años, Paula, años. Cuarenta y cuatro. Menos cachondeo que me
pesan como una losa. Más que la puñetera peluca de Belinda. La madre que la
parió…
—Yo tengo cuarenta y seis —dejó ir bucólica como si confesar
aquello lo explicase todo.
—Pues pa ti
enteritos. Yo estoy entrenándome para poder afirmar que tengo treinta y nueve
con total naturalidad y que no se me note.
Entonces sí que me prestó atención.
—Lola, desde que te trato siempre me has dado la impresión de
hembra valiente, de las que se ponen el mundo por montera y de las que la edad
las trae al pairo. Defiendes con ahínco que la mujer es mucho más que el
envoltorio, el crecimiento interior… ¡Hija! Si a veces me daban ganas de
ponerme en tus manos para que me psicoanalizaras.
Me removí en el diván, incómoda por primera vez. Tensa.
Agobiada.
—Toda colina tiene sus valles. Estoy pasando un bache
personal terrorífico. No querrás encima, que me sienta feliz y orgullosa de mis
pellejos florecientes.
—Lo que ha pasado con Hamilton no tiene nada que ver con tu
edad.
—Por supuesto que no. Lo que ha pasado es que me he quedado
compuesta y sin novio a los cuarenta y cuatro y en mitad de mi asfixiante
depresión de caballo me pregunto…, si no será demasiado tarde para volver a
empezar.
Silencio.
—¿Qué me dices? —la animé.
—¿Qué me dices tú? —me respondió. Ganas me entraron de
endiñarle un guantazo. Me las aguanté, como siempre.
—Pues que nunca es tarde para nada, qué diablos y que
mientras hay vida hay esperanza y que…
—Ya es la hora.
—¿Ya? ¿Tan pronto?
—En realidad nos hemos pasado quince minutos. —Suspiró como
si le doliera, se puso en pie y apartó su bloc de notas. Como se me quedó
mirando con bastante descaro, me incorporé y me calcé los zapatos con desgana—.
¿Te sobran media docena de huevos?
—Mujer, sobrar, lo que se dice sobrar… Con un adolescente en
casa que come como una lima sorda esa palabra no encaja en mi vocabulario. Pero
puedo prestarte seis huevos si es lo que me estás pidiendo.
—Tengo a mi madre en casa, es muy antojadiza. Dice que quiere
tortilla de patatas para cenar. Ya ves, malditas sean las ganas que tengo de
ponerme de cocinillas cuando regrese de la consulta, con la hora que es y lo
que me queda todavía. —Disimuló un bostezo. Yo le di la espalda
momentáneamente, mientras recobraba mi bolso y mi gabardina. Hurgué buscando el
monedero.
—Que digo yo, Pauloca mía, que por setenta euros del ala
podrías decirme algo que no sepa —me quejé. Se mantuvo impávida; solo se
encogió de hombros y el gesto me sonó a desprecio.
—Es que eres muy empática y clarividente, es difícil pillarte
en un renuncio, te lo he dicho mil veces. Contigo siempre pincho en hueso. Te
marco un consejo, una directriz y te las arreglas para mejorarla, aún sin
intención.
Su sonrisa era cálida, franca y honesta. Me sentí fatal.
Paula no me obligaba a asistir a terapia, era yo la que me empeñaba en
necesitarla. Pero ahora que la serie “Belinda corazón de fuego” había acabado,
con mi futuro laboral en la cuerda floja y no demasiados ahorros en mi cuenta
corriente, más valía que me pensara si aquellos ratitos de charla no eran un
lujo al que renunciar.
—Sí —reí sacando un billete de cincuenta y otro de veinte—, a
veces me pregunto por qué no monto mi propio consultorio. De los cobardes nunca
se escribió nada. Vale… algo se habrá escrito pero no creo que sea muy
trascendental ni merezca la pena leerlo…
—Ayudarías a un porrón de gente —afirmó con una seguridad que
me dejó pensativa.
—Ya tengo hasta nombre. Mi consultorio se llamaría “La mota
rosa”, ¿qué te parece?
Atrapó el dinero, sonrió, se dirigió a la puerta, la abrió y
me franqueó el paso, todo en ese orden.
—No te olvides de la tortilla, porfa. Te aviso en cuando
llegue.
—Los huevos, mona, de la tortilla te encargas tú.
—Mañana mismo bajo al súper y te los repongo.
—Faltaría. Vaya coñazo esto de que tu psicoanalista sea tu
vecina de planta además de tu amiga.
Nos besuqueamos como era de rigor y salí a la calle más
muerta que viva. Seguían mis conflictos en pie de guerra y aquella hora no
había logrado ni siquiera aproximarme al meollo de la cuestión. Hamilton me
había plantado a escasos meses del bodorrio por un ataque de cuernos sin
justificación.
Continuará...
Y mañana miércoles, "Las galletas de la suerte" con Alicia Pérez Gil. Voilá...
Vaya vaya. Voy a tener que probar los sillones esos... y más si acaban en tortilla de patatas.
ResponderEliminarBesos RR
ResponderEliminarMil gracias, paseandoporlavida. Las tortillas siempre, siempre, son bienvenidas :)
R.R.
Muy buena la tortilla de patatas a juzgar por su aspecto...
ResponderEliminarMuy buena la historia que cuentas a juzgar por el cliffhanger...
No estarás "violando" ningún copyright ni "spoileando" un guión ni nada así, verdad? :-)
Si es que no ha nada como una buena amiga-psiquiatra-vecina como para solucionarnos los problemas, aunque sean sobre hombres que no nos valoran y se dan a la fuga, nena, que me ha encantado esta nueva versión del aMOta, me guuuuuuuusta^^ Besotes princess
ResponderEliminarLos amigos del alma son el mejor diván el mejor par de oídos y ombros del mundo, he dicho ^^
ResponderEliminarGenial mi Regi, me voy corriendo a por la "continue" que seguro la hay y me la tengo que comer con patatas, ejem, tortilla de patatas...:D
besiss