martes, 23 de octubre de 2012

LA MOTA ROSA (I)



LA MOTA ROSA (I)

Me llamo Lola Beltrán y no estoy borracha. Ni dormida. Ni colocada. Estoy simplemente rememorando el día en que me tumbé en el diván de mi psicoanalista y solté por la boca la de Dios es Cristo; el origen de todas mis desgracias. Y lo guardo en la memoria como un tesoro porque ese fue el día en que empecé a comprender. Nada sienta mejor que hablar en voz alta con una misma y atenderse con afecto. Nadie se muestra más comprensiva con nuestros desmanes que nuestro propio yo bien adiestrado. Aunque para llevarlo a cabo tengas que interponer una señorita titulada con cara de “en cualquier sitio estaría yo ahora mejor que aquí”, que te cobra setenta eurazos la hora.
Todo es cuestión de planteamientos.


—Ese fue el principio del fin —lamenté a media voz. Volví a observar, molesta, que Paula se examinaba la manicura con más interés del que le prestaba a mi patética charla—. Y no sé qué me tiene más furiosa: si la que se ha liado o que me haya hecho perder cuatro años el muy…
—¿Cuatro años? —repitió como en un eco que cae del maldito guindo.
—Sí, Paula, cuatro larguísimos y valiosos años. Hamilton me propuso casamiento el día de mi cuarenta cumpleaños; yo acepté despepitada de ilusión en el mismo acto y hora; luego fijamos fecha para un año después, ¿qué menos? Ya sabes lo que requieren estos compromisos, preparativos, listas, listones… ¿Me entiendes?
—Por supuesto. Listas, listones.
—Pero el fulgurante éxito de “Belinda corazón de fuego” nos llevó de una temporada a otra y nunca quedaba tiempo para casarnos.
—Es que es una serie muy buena. Tú estás que te sales en el papel de Belinda. ¡Qué trajes…!
—¡Qué coñazo! Porque hoy por ti, mañana por mí y la casa sin barrer. —La miré de reojo. Ni se inmutó, la tía, haciendo como que tomaba notas—. Ya sé que el refrán no es así, pero esa acumulación absurda de trabajo fue la causante de que la boda se retrasara y se pospusiera hasta el infinito. Y aquí me ves con… ¡cuarenta y cuatro!
—Cuarenta y cuatro. Parece un número de calzado.
—Años, Paula, años. Cuarenta y cuatro. Menos cachondeo que me pesan como una losa. Más que la puñetera peluca de Belinda. La madre que la parió…
—Yo tengo cuarenta y seis —dejó ir bucólica como si confesar aquello lo explicase todo.
—Pues pa ti enteritos. Yo estoy entrenándome para poder afirmar que tengo treinta y nueve con total naturalidad y que no se me note.
Entonces sí que me prestó atención.  


—Lola, desde que te trato siempre me has dado la impresión de hembra valiente, de las que se ponen el mundo por montera y de las que la edad las trae al pairo. Defiendes con ahínco que la mujer es mucho más que el envoltorio, el crecimiento interior… ¡Hija! Si a veces me daban ganas de ponerme en tus manos para que me psicoanalizaras.
Me removí en el diván, incómoda por primera vez. Tensa. Agobiada.
—Toda colina tiene sus valles. Estoy pasando un bache personal terrorífico. No querrás encima, que me sienta feliz y orgullosa de mis pellejos florecientes.
—Lo que ha pasado con Hamilton no tiene nada que ver con tu edad.
—Por supuesto que no. Lo que ha pasado es que me he quedado compuesta y sin novio a los cuarenta y cuatro y en mitad de mi asfixiante depresión de caballo me pregunto…, si no será demasiado tarde para volver a empezar.
Silencio.
--> Qué miedo me dan esas pausas, oye.
—¿Qué me dices? —la animé.
—¿Qué me dices tú? —me respondió. Ganas me entraron de endiñarle un guantazo. Me las aguanté, como siempre.
—Pues que nunca es tarde para nada, qué diablos y que mientras hay vida hay esperanza y que…
—Ya es la hora.
—¿Ya? ¿Tan pronto?
—En realidad nos hemos pasado quince minutos. —Suspiró como si le doliera, se puso en pie y apartó su bloc de notas. Como se me quedó mirando con bastante descaro, me incorporé y me calcé los zapatos con desgana—. ¿Te sobran media docena de huevos?
—Mujer, sobrar, lo que se dice sobrar… Con un adolescente en casa que come como una lima sorda esa palabra no encaja en mi vocabulario. Pero puedo prestarte seis huevos si es lo que me estás pidiendo.
—Tengo a mi madre en casa, es muy antojadiza. Dice que quiere tortilla de patatas para cenar. Ya ves, malditas sean las ganas que tengo de ponerme de cocinillas cuando regrese de la consulta, con la hora que es y lo que me queda todavía. —Disimuló un bostezo. Yo le di la espalda momentáneamente, mientras recobraba mi bolso y mi gabardina. Hurgué buscando el monedero.


—Que digo yo, Pauloca mía, que por setenta euros del ala podrías decirme algo que no sepa —me quejé. Se mantuvo impávida; solo se encogió de hombros y el gesto me sonó a desprecio.
—Es que eres muy empática y clarividente, es difícil pillarte en un renuncio, te lo he dicho mil veces. Contigo siempre pincho en hueso. Te marco un consejo, una directriz y te las arreglas para mejorarla, aún sin intención.
Su sonrisa era cálida, franca y honesta. Me sentí fatal. Paula no me obligaba a asistir a terapia, era yo la que me empeñaba en necesitarla. Pero ahora que la serie “Belinda corazón de fuego” había acabado, con mi futuro laboral en la cuerda floja y no demasiados ahorros en mi cuenta corriente, más valía que me pensara si aquellos ratitos de charla no eran un lujo al que renunciar.
—Sí —reí sacando un billete de cincuenta y otro de veinte—, a veces me pregunto por qué no monto mi propio consultorio. De los cobardes nunca se escribió nada. Vale… algo se habrá escrito pero no creo que sea muy trascendental ni merezca la pena leerlo…
—Ayudarías a un porrón de gente —afirmó con una seguridad que me dejó pensativa.
—Ya tengo hasta nombre. Mi consultorio se llamaría “La mota rosa”, ¿qué te parece?
Atrapó el dinero, sonrió, se dirigió a la puerta, la abrió y me franqueó el paso, todo en ese orden.
—No te olvides de la tortilla, porfa. Te aviso en cuando llegue.
—Los huevos, mona, de la tortilla te encargas tú.
—Mañana mismo bajo al súper y te los repongo.
—Faltaría. Vaya coñazo esto de que tu psicoanalista sea tu vecina de planta además de tu amiga.
Nos besuqueamos como era de rigor y salí a la calle más muerta que viva. Seguían mis conflictos en pie de guerra y aquella hora no había logrado ni siquiera aproximarme al meollo de la cuestión. Hamilton me había plantado a escasos meses del bodorrio por un ataque de cuernos sin justificación.
Porque a pocas personas les revienta la vida la puerta de un  baño, ¿cierto? Pues yo soy una de ellas.

Continuará...









Y mañana miércoles, "Las galletas de la suerte" con Alicia Pérez Gil. Voilá...

5 comentarios:

  1. Vaya vaya. Voy a tener que probar los sillones esos... y más si acaban en tortilla de patatas.
    Besos RR

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  2. Mil gracias, paseandoporlavida. Las tortillas siempre, siempre, son bienvenidas :)

    R.R.

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  3. Muy buena la tortilla de patatas a juzgar por su aspecto...

    Muy buena la historia que cuentas a juzgar por el cliffhanger...

    No estarás "violando" ningún copyright ni "spoileando" un guión ni nada así, verdad? :-)

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  4. Si es que no ha nada como una buena amiga-psiquiatra-vecina como para solucionarnos los problemas, aunque sean sobre hombres que no nos valoran y se dan a la fuga, nena, que me ha encantado esta nueva versión del aMOta, me guuuuuuuusta^^ Besotes princess

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  5. Los amigos del alma son el mejor diván el mejor par de oídos y ombros del mundo, he dicho ^^

    Genial mi Regi, me voy corriendo a por la "continue" que seguro la hay y me la tengo que comer con patatas, ejem, tortilla de patatas...:D

    besiss

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