Hay regalos de dolor y
sangre. Es la forma que tiene la diosa de recordarte que tan solo eres la
portadora de su furia y su don. De hacerte sentir pequeña y torpe; de robarte
tu coraza mellada y convertir la hoja de los estiletes en un espejo. Eso te hace
rehuir la mirada, humillarla al suelo, más que cualquier mandato divino.
Las runas, talladas en huesos
de vetustas madres, te hablan de un futuro que no quieres, de días que no aspiras
vivir pues te acercan de forma irremediable a un ocaso que no ha conocido cénit.
Hace frío en tu coto,
tanto que lo has abandonado buscando el mar que siempre te ha dado vida. Pero
este no es tu mar, no reconoces sus sobras ni sus corrientes y las olas te
arrastran para robarte el aire que siempre te has jactado de no necesitar. Aunque
es buena esta humedad, esta nada que te rodea mientras el azul se transforma en
negro y los sonidos desaparecen. Hay rostros de héroes, mejores que tú, que
perecieron ahogados con los ojos abiertos y muecas de calma en el rictus.
Los cadáveres hundidos
tienen la piel blanca y los huesos de esponja.
¿Te servirá aquí tu luz? Eres
la estrella de la mañana en la tierra del no amanecer y eso no augura nada
bueno. El fondo te recibe con un abrazo intenso de limo y sal. Sabes que es
triste sentir erizarse el vello de la nuca ante este gesto, pero no puedes
evitarlo, ya no recuerdas cuando alguien te tocó así, cuando alguien te anheló tanto.
Te cuesta media vida
alzarte, despechar esos brazos, volver a ponerte en guardia. Algo de ti queda
en las aristas calcáreas de coral, dientes de un monstruoso leviatán, y
maldices porque son ilusiones y no recuerdos. Falta de unos, demasiada cargada
de otros.
Las Parcas te han
subestimado al creer que aquí no serías nada, no son las primeras que han
cometido ese error. Te mueves, funcionas, vives en este abismo acuático pero no
es ese el principal peligro. Hay torsos de hembras cosidos a cuerpos de pez que
te rondan, agudos sus dientes, afiladas sus escamas y ríen en un chirrido de
victoria pues tus manos están desnudas y eres un ser de tierra seca.
Cantan mientras sus
aletas describen fantasías en el agua y te ciegan con burbujas, cantan dentro
de tu cabeza con voz dulce y mentirosa:
«¿Qué has
venido a hacer aquí, princesa, has venido a entregar tu carne y hacer que deje
de doler tu alma, princesa?»
Es muy tentadora esa
melodía, demasiada conocida para tus noches de vivac bajo estrellas que son las
únicas que te acompañan.
«Dinos, princesa, ¿no
hubo hermanas de sangre, ni camaradas entre los que dejaste en el mundo del cielo
abierto, princesa?»
Intentas pensar en quién
encenderá tu pira cuando faltes pero te das cuenta de que para que eso
ocurriera alguien debería extrañarte. Nunca arderá esa yesca asaeteada por
certero dardo en llamas.
«Princesa, ¿no hubo un caballero
de negra armadura que consiguiese borrar el mal del hechizo que aquel
nigromante te causó, princesa?»
Esas lamias leen en tus
ojos pues te falta tu yelmo de penacho de oro y sus falsedades te transforman
en una marioneta, en un títere sin soplo de vida propio porque sabes que
cualquier embuste tiene un poso de razón que le otorga cuerpo.
Ante ti aparece la más
grande todas ellas, una hidra marina que se burla agitando su melena, retándote
con una belleza salvaje y tan antigua como el deseo de los hombres.
«¿Es eso verdad,
princesa, no hay nada para ti allá arriba? Dame el mejor bocado, ofrece tu
pecho y te dejaré quedarte aquí con nosotras, princesa.»
Sus garras marcan ya la
incisión en tu esternón y ahora empieza a faltarte el aire. Porque es toda
historia debe tener un final y tus gestas ya han ido contadas, porque los
oráculos han predicho tu caída sin ascensión, porque no dejas hito ni muesca en
memoria alguna.
¿Para qué luchar? ¿Para
qué un nuevo intento?
Sientes la zarpa que desgarra
piel, carne y hueso. El alivio de un último aliento y ya nada duele. Eso las
condena porque sin martirio no te
reconoces, no te recuerdas y te aterra sentirte otra en tu propio sosiego.
―Desde cuándo una
princesa debe pedir nada a una ramera.
El frío de tu corazón
expuesto abrasa y el agua cruje al convertirse en hielo.
Ahora estás en una playa
que es tuya por derecho de conquista. El sol derrite con lentitud el mar que
has helado dando sepultura y muerte a todo lo que contenía. Tienes una nueva
cicatriz aunque no nuevos pecados. El camino es largo hasta tu castillo de
plata, púas y marfil, pero tu paso ligero.
Existe un santuario, escavado
en la roca por manos más sabías y piadosa que las nuestras, en las que se
acumulan ánforas. Cada una de ellas tiene un nombre grabado y, en la gruta que las acoge, se cuentan por
billones. Cada una de esas vasijas, no más grandes que el tamaño de un puño,
guarda odios y amores, sueños y desvelos, lo perdido y ganado, el equipaje y
aparejos de toda una vida. Hay muescas
en su superficie vidriada, si borras o añades una sola, por insignificante que
sea, la arcilla se quiebra.
Que te has ido de vacaciones a la playa ¿no?
ResponderEliminar:P
Simplemente precioso. No es un ocaso. Y no son ilusiones. Están y son. Siempre habrá quién te extrañe y encienda una pira con tristeza. ¿Sabes? No hay tantas ánforas... sólo una...y cada una de las muescas se borra con la sonrisa que recibes de un amigo. Un sencillo beso. Manu
ResponderEliminarLa astenia primaveral, que es mu cabrona. XD
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