Una llega a los treinta y nueve años con la bonita sonrisa que conocéis,
los ojos que vitoreáis y el cuerpo lleno de agujetas porque empezar el gimnasio
a los 40 se pasa de tópico ¿Por qué? Pues porque ya decía la Cosmopolitan en
mis años mozos que lo que no fueras
antes de los treinta, raro sería que lo fueras después. Hablamos de frescura
orgánica, no de inteligencia emocional, que esa mejora como los vinos mientras
que la otra decae como los edificios de la Habana.
Lo que la Cosmo se callaba era TODO lo demás. Esas cosas que empiezan a
pasar factura una vez alcanzada la edad adulta. Todo comienza, como en los
telefilmes (Ya me gustaría que la vida tuviera un presupuesto de comedia
romántica con Julia Roberts y Clive Owen, pero no.): chica conoce chico y ambos
se enamoran. Cierto: esto puede dar tantas vueltas como se quiera pero, antes o
después, la cosa termina en enamoramiento. Tras el flechazo vienen la calma y
la convivencia. A veces vienen de la mano. Al menos en mi caso, que tardo menos
en compartir piso que en dar buena cuenta de una palmera de chocolate el primer
día de regla. Tras un periodo razonable de feliz cohabitación, cuando se ha comprobado
que cada uno usa su cepillo de dientes exclu-si-va-men-te, llega el compromiso
en forma de firma de hipoteca.
Hay quien se casa, pero en realidad la formalidad de la boda es una menudencia. Un matrimonio se rompe en un plis plas; que para eso se ha creado el divorcio exprés. Ahora bien, a ver quién es el listo que liquida una hipoteca a treinta años en el tiempo que se tarda en contraerla. Me río yo de vestidos blancos, lágrimas de alegría y para siempres. Para siempre es el diferencial más el Euribor con o sin suelo.
Los primeros años la hipoteca es como un jardín. Le vas comprando adornos.
Instalas gas natural como si plantases un bonito arriate de hortensias, pintas
las paredes como si trazaras un caminito de pizarra… Esas cosas que hacen la
vida más cómoda, más colorida y mejor. Pero hay un momento en el que las cosas
cambian. Puede que mantengas la relación. Puede incluso que firmases sola (o
solo, o solo) el préstamo hipotecario y que tu nidito sea tu refugio, el oasis
en el que te refugias del mundo cruel en el que nadas a diario para ganarte el
pan (y el importa de ls cuotas). Nada de eso importa. Las hipotecas, las casas,
también tienen crisis de los cuarenta. Esto es lo que no te dicen en ninguna
parte.
Un día llegas a casa y te quedas con la puerta del microondas en la mano.
No sabes cómo ha sido. Es un micro nuevo, apenas tiene un año, pero no ha
pasado ni el periodo de garantía. Desde el principio no te tuvo muy contenta
porque no calentaba bien, pero tampoco esperabas que se diese por vencido tan
pronto. No le das mucha importancia porque tus suegros te prestan uno que
tenían arrinconado en un trastero y, oye, funciona de maravilla y además es más
grande. Ni te planteas que parezca extraño que un electrodoméstico a todas
luces más antiguo se sienta más cómodo entre tus muros que el que acabas de
tirar a la basura. Al final lo que cuenta es que el desayuno salga a la
temperatura deseada y que la vida siga.
Y sigue. Sigue hasta que la goma del frigorífico, la que impide que se
escape el frío y se pierda así una cantidad de energía considerable (por no
hablar de la factura de la luz), se despega de la puerta. El acontecimiento te
pillará buscando una coca cola o una cerveza, oirás una especie de chasquido
fofo y se te quedará cara de idiota. Hasta que descubres la esquina levantada
del hermético y le quitas importancia porque, total, un poco de pegamento extra
fuerte hace milagros. Y los hace, sí. Pero tú sabes que esa puerta tiene un
remiendo. Aún así, no relacionas el microondas con la nevera. Quizá porque una
enfría mientras que el otro calienta ¿Qué sé yo? Los caminos del cerebro humano
son inescrutables.
Hay una tercera prueba por la que pasarás antes de llegar a mi estado de
epifanía actual: tu casa nunca está limpia. Has comprado un i-robot que aspira
solito y te hace la vida mucho más fácil. Lo has comprado porque un aspirador
que llevaba contigo más años que la tos ha decidido exhalar su último aliento.
En fin, en su caso lo que ha decidido es negarse a una succión más. De cualquier manera, el resultado es que en tus suelos no se asienta un pelo de
gato, ni un grumo de arena de gato, ni una pelotilla de pienso de gato sin que
tu i-robot dé buena cuenta de ello. Aún así, la casa parece sucia. Con el
tiempo se ha creado una pátina extraña que te recuerda a uno de esos bares de
capital de provincias o de barrio muy barrio donde aún hay pintados mejillones
en los escaparates, las barras son metálicas y los parroquianos se adornan con
mostachos y patillas.
Eso es el deterioro. A las personas se nos caen las nalgas, pero podemos
hacer sentadillas; se nos forman bolsas bajo los ojos, pero podemos tirar de
infusión de manzanilla y rodajas de pepino; se nos cuartea la piel, pero
existen las mascarillas de miel o aceite de oliva. Para lo que no hay remedio
es, con un sueldo ordinario, para una casa que se compró hace diez y que necesita
una reforma de 15.000 euros. Eso avejenta a cualquiera.
Y mañana nos reencontramos sobre los tacones... Mientras el tiempo lo permita.
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