martes, 26 de marzo de 2013

Galletas de la suerte: Deterioro



Una llega a los treinta y nueve años con la bonita sonrisa que conocéis, los ojos que vitoreáis y el cuerpo lleno de agujetas porque empezar el gimnasio a los 40 se pasa de tópico ¿Por qué? Pues porque ya decía la Cosmopolitan en mis  años mozos que lo que no fueras antes de los treinta, raro sería que lo fueras después. Hablamos de frescura orgánica, no de inteligencia emocional, que esa mejora como los vinos mientras que la otra decae como los edificios de la Habana.

Lo que la Cosmo se callaba era TODO lo demás. Esas cosas que empiezan a pasar factura una vez alcanzada la edad adulta. Todo comienza, como en los telefilmes (Ya me gustaría que la vida tuviera un presupuesto de comedia romántica con Julia Roberts y Clive Owen, pero no.): chica conoce chico y ambos se enamoran. Cierto: esto puede dar tantas vueltas como se quiera pero, antes o después, la cosa termina en enamoramiento. Tras el flechazo vienen la calma y la convivencia. A veces vienen de la mano. Al menos en mi caso, que tardo menos en compartir piso que en dar buena cuenta de una palmera de chocolate el primer día de regla. Tras un periodo razonable de feliz cohabitación, cuando se ha comprobado que cada uno usa su cepillo de dientes exclu-si-va-men-te, llega el compromiso en forma de firma de hipoteca.



Hay quien se casa, pero en realidad la formalidad de la boda es una menudencia. Un matrimonio se rompe en un plis plas; que para eso se ha creado el divorcio exprés. Ahora bien, a ver quién es el listo que liquida una hipoteca a treinta años en el tiempo que se tarda en contraerla. Me río yo de vestidos blancos, lágrimas de alegría y para siempres. Para siempre es el diferencial más el Euribor con o sin suelo.



Los primeros años la hipoteca es como un jardín. Le vas comprando adornos. Instalas gas natural como si plantases un bonito arriate de hortensias, pintas las paredes como si trazaras un caminito de pizarra… Esas cosas que hacen la vida más cómoda, más colorida y mejor. Pero hay un momento en el que las cosas cambian. Puede que mantengas la relación. Puede incluso que firmases sola (o solo, o solo) el préstamo hipotecario y que tu nidito sea tu refugio, el oasis en el que te refugias del mundo cruel en el que nadas a diario para ganarte el pan (y el importa de ls cuotas). Nada de eso importa. Las hipotecas, las casas, también tienen crisis de los cuarenta. Esto es lo que no te dicen en ninguna parte.

Un día llegas a casa y te quedas con la puerta del microondas en la mano. No sabes cómo ha sido. Es un micro nuevo, apenas tiene un año, pero no ha pasado ni el periodo de garantía. Desde el principio no te tuvo muy contenta porque no calentaba bien, pero tampoco esperabas que se diese por vencido tan pronto. No le das mucha importancia porque tus suegros te prestan uno que tenían arrinconado en un trastero y, oye, funciona de maravilla y además es más grande. Ni te planteas que parezca extraño que un electrodoméstico a todas luces más antiguo se sienta más cómodo entre tus muros que el que acabas de tirar a la basura. Al final lo que cuenta es que el desayuno salga a la temperatura deseada y que la vida siga.

Y sigue. Sigue hasta que la goma del frigorífico, la que impide que se escape el frío y se pierda así una cantidad de energía considerable (por no hablar de la factura de la luz), se despega de la puerta. El acontecimiento te pillará buscando una coca cola o una cerveza, oirás una especie de chasquido fofo y se te quedará cara de idiota. Hasta que descubres la esquina levantada del hermético y le quitas importancia porque, total, un poco de pegamento extra fuerte hace milagros. Y los hace, sí. Pero tú sabes que esa puerta tiene un remiendo. Aún así, no relacionas el microondas con la nevera. Quizá porque una enfría mientras que el otro calienta ¿Qué sé yo? Los caminos del cerebro humano son inescrutables.

Hay una tercera prueba por la que pasarás antes de llegar a mi estado de epifanía actual: tu casa nunca está limpia. Has comprado un i-robot que aspira solito y te hace la vida mucho más fácil. Lo has comprado porque un aspirador que llevaba contigo más años que la tos ha decidido exhalar su último aliento. En fin, en su caso lo que ha decidido es negarse a una succión más. De cualquier manera, el resultado es que en tus suelos no se asienta un pelo de gato, ni un grumo de arena de gato, ni una pelotilla de pienso de gato sin que tu i-robot dé buena cuenta de ello. Aún así, la casa parece sucia. Con el tiempo se ha creado una pátina extraña que te recuerda a uno de esos bares de capital de provincias o de barrio muy barrio donde aún hay pintados mejillones en los escaparates, las barras son metálicas y los parroquianos se adornan con mostachos y patillas.

Eso es el deterioro. A las personas se nos caen las nalgas, pero podemos hacer sentadillas; se nos forman bolsas bajo los ojos, pero podemos tirar de infusión de manzanilla y rodajas de pepino; se nos cuartea la piel, pero existen las mascarillas de miel o aceite de oliva. Para lo que no hay remedio es, con un sueldo ordinario, para una casa que se compró hace diez y que necesita una reforma de 15.000 euros. Eso avejenta a cualquiera.


Y mañana nos reencontramos sobre los tacones... Mientras el tiempo lo permita.


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