martes, 5 de marzo de 2013

Galletas de la suerte - la épica de la vida


Sales de la oficina con tu abrigo de paño rojo, tu pantalón de pinzas gris oscuro, tu camisa de corte masculino con escote y tus zapatos a lo gangster. La mochila al hombro, el lector electrónico en la mano mientras esperas al autobús y la cabeza llena de buenos propósitos. De bici estática ni hablar que es aburrida como ella sola. Mejor hago los 15 de cinta y ya me meto 30 de elíptica. Mucho mejor todo. Dónde va a parar.

Sales del bus, te metes en el metro.  Te das cuenta de que  tampoco es que tus padres se esforzaran mucho a la hora de escoger el gen que determinaría tu capacidad neuronal. Les debió de pillar en un suspiro o en un jadeo. Si no, no se explica que pases la tarjetita esa por encima del visor que te dice buen viaje en lugar de por encima del sensor que la detectaría. A esas alturas ya, tampoco le das mucha importancia, que la lectura electrónica está interesante y si te enfadas es peor.  Tú enfadada comes galletas o bollos de zanahoria. Eso ahora. Antes sólo comías galletas. Ahora has aprendido dos recetas de repostería y masterizado una. Además es de zanahoria: cuenta como hortaliza.

Sales del metro una parada más allá de lo que debías pero no pasa nada. Abres el paraguas. Cierras el paraguas. Chispea. Lo abres una vez más. La gente te adelanta con los suyos plegaditos bajo el brazo.  Te dices que mejor no llamar la atención, así que coges esa bombilla verde piscina con publicidad de petróleo y la ocultas entre sus propios pliegues. Pero, joder, chispea.  

Para cuando te has decidido por tu propio criterio: no quiero mojarme ni un poco y me la sopla lo cool que sea ir con el paraguas cerrado a pesar de la lluvia, la puerta del gimnasio se abre ante ti . Bajo los fluorescentes que delimitan el paraíso del níquel, y la licra spandex, cuerpos de condiciones que aún no has podido determinar (Chis-pe-a y los cristales de entrada están empañados por dentro y cubiertos de gotitas por fuera.) se pasean de un lado a otro con grácil caminar.

Entras.

Hay una fila de tres personas que esperan a que una monitora rubia con una sonrisa encantadora las inmortalice a cambio de un sensor (yuju) de color rojo que les franquee el acceso. Bien. Te tocas el pelo y piensas que sí, que es muy práctica la coleta. Que vas a salir con una cara de pan digna del mejor horno de leña de Oklahoma. Sonríes.

- ¿Ves? Sin dolor.- Sonríe más aún la rubia con su forro polar rojo. Rojo como tu abrigo, sí.  Como el plastiquito ese que te va a dar. A juego con la imagen corporativa de la franquicia low cost de jercicio salud y belleza.

- Pues no, no lo veo. Pero ya me imagino que si lo viera me dolería así que mejor no me lo enseñes.

La chica, encantadora, te ríe la gracia y te da el sensor rojo. Tú alzas la cabeza. La coleta se bambolea a tu espalda. Yergues los hombros, la mochila te golpea en la rabadilla pero en eso eres buena: ahí no hay nada duro; sólo las toallas. Echas la mirada al frente y los ves: 390 usuarios que copan las 15 cintas, las doce bicicletas y las catoroce elípticas.  Algunos hacen cola. Todos los colores del arcoíris te saludan al pasar. No sabes si estás en un gimnasio o en el armario de Panky Bruster pero no te desanimas.

Bajas al vestuario, un espejo de tamaño indecoroso te recuerda por qué te has metido en ese jardín cuando a ti lo que te gusta es un buen desierto que barrer. Te lanzas a por una taquilla libre. Quedan varias, pero solo una que no esté en medio de un pasillo o frente a otro espejo. Manda huevos los diseñadores de vestuarios, la mala baba que le ponen. Has corrido hacia la única taquilla sin candado que queda en un lugar discreto, la abres y ¡zas! Una lista que la ha llenado con sus cosas pero no ha cerrado con llave. Exhausta y fracasada escoges la del pasillo, escamoteando así a tus retinas el dudoso placer de verte desnuda fuera de contexto. Que al mismo tiempo les regales esa visión a todos las demás mujeres del recinto es secundario. Y punto.




Sacas el pantalón de chándal, la camiseta y el suje deportivo. Te pones las zapatillas, una cinta para apartar el flequillo de la frente, llenas de agua una minibotella la mar de cuqui que te llevaste de un banco que se negó a abrirte una cuenta cítrico levantino. No te darán intereses, pero te financian el poliestireno portátil.  La botellita está vacía. No pasa nada. Para eso sirven los lavabos. Te miras un poco los pies mientras andas, para comprobar que el largo de los pantalones no te va a tirar de la cinta y ahí lo encuentras.

Ya no lo esperabas. Ya te creías  a salvo, pero no ¿Qué hay encima de los lavabos? ¿Aire? No: espejos. Te quedas con cara de lela mirando a la tía que sostiene una botella de 250cl con un tapón naranja y que parece una mala versión de un ama de casa de los años 50 venida a mucho menos. Que el trasunto de flequillo que pretende dominar con una cinta negra parezca un homenaje al dios sol es lo de menos. Lo que de verdad te pone la carne de gallina es esa paleta de grises: más claro en el top, más oscuro en el bottom ¿Por qué esa tía se viste para ir al gimnasio igual que tú para ir a la oficina?

Mantienes el espejismo del desdoblamiento con la esperanza de que así el dolor sea menos, la amargura ante la propia ausencia de forma te toque desde más lejos y el cansancio se aguante mejor; pero sabes que nada de eso sucederá.

Aún así subes la escalera de vuelta al mágico mundo de Rainbow Bright, donde una cinta de correr ha quedado mágicamente libre, te encaramas a ella, te encomiendas a los dioses antiguos, a los nuevos, a Spiderman y a Margaret Thatcher y no gritas Banzai porque te han enseñado que no se grita en público.

Para que luego digan que no tengo alma de personaje épico solo porque no me gusta Conan.

Y mañana, arreglá pero informal, con su encuentro y sus tacones, la Comendatore nos contará sus cosas de mujer a la que no le hace falta ninguna un gimnasio:




7 comentarios:

  1. Yo creo que todo lo que empieza con un abrigo rojo lleva a senderos insospechados.... desde luego a mi en un gimnasio de esos no ven ni el pelo, ni el flequillo, ni nada

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  2. Cuando te pones costumbrista lo bordas, pero si te pones en plan cómico-irónico por encima (como el azucar glasé) ya es que te sales. Me voy a la cama con una sonrisa y agradecido de haberte leido.

    No..., no me estoy cachondeando de la prota, sea Punky Brewster, Pumuky o la-chica-la-cinta, pero su historia es muy divertida.

    Si..., mi idea de lo que es divertido es mu rara, pero que quieres, soy un bicho verde con gafas de sol azules que come cocido (con garbanzos enteros) y galletas (sin zanahoria).

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  3. Me chifla tu abrigo rojo, que lo sepas :)

    R.R.

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  4. Hoy me he levantado un poco puñetera, así que no me lo tengas en cuenta, pero... ¿por qué ese miedo a los espejos? ¿por qué ese super ultra rechazo a una misma? Me importa a mí un santo pepino que todas las tías de alrededor tengan cuerpazos. De hecho, solo faltaba, que para eso están en el gimnasio.
    ;)

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    1. Jajajajajajajajaja.

      Yo no le tengo fobia a los espejos. Me miro hasta en los escaparates :)

      Mola. es de las pocas entradas que escribo que no cuentan verdades como puños.

      El rechazo a una misma me jode pero está.

      Y no conozco a ninguna mujer que se acepte tal cual es. Fijo que las hay, pero yo no las conozco :)

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