Como somos personas, todos tenemos una. Es esa señora que te obligaba a
lavarte los dientes, que no te permitía salir hasta tarde, que te reclamaba
buenas notas, cocinaba verdura y aún hoy te hace regalos inexplicables de los
que te hacen pensar que no es posible que alguien que te llevara en su seno te
conozca tan poco.
Cuando somos muy pequeños, dependemos de ellas para la vida. Si no nos dan
de comer, si no nos protegen del frío, si no nos cuidan, morimos. Es así. Nos
gustará o no, pero es lo que hay. Sin una madre –o un padre- o una figura que
la sustituya, los bebés no crecen, se hipotecan, se reproducen y mueren: se
limitan a morir. Durante el desarrollo de su labora maternal, las señoras que
nos tren al mundo suelen tener buenas intenciones. Es decir, no nos odian, ni
pretenden hacer un infierno de nuestras vidas. Al menos en la mayoría de los
casos no; aunque de todo hay en el mundo. La buena idea, de todas formas, no garantiza
nada. Al contrario, afirmo por experiencia que las madres se equivocan a lo
largo de su carrera en muchísimas ocasiones.
No es por disculparlas, pero ser madre es algo parecido a ser…
desarrollador de software para la NASA en 2013 disponiendo de tecnología del
2000. O sea, que tienes que amar y educar a un cohete que debe sobrevivir en la
época actual, pero para hacerlo sólo dispones de tu acerbo personal, que
recibiste hace una media de treinta años (La media en la actualidad es
superior.). Creo que esa es la base del conflicto generacional: la mujer que jugó
con una muñeca de cartón debe criar a una hija que crecerá entre Barbies con
mil vestidos. La mujer que peinó Barbies de melena dorada asistirá al
desarrollo de una hija que manejará como una extensión de su propio cuerpo
tablets, i-phones, etc.
Eso para empezar. Luego están las broncas atávicas acerca de la hora de
llegada, el maquillaje, los chicos, los trapos, la relación nefasta con la
comida y con el cuerpo (estas dos últimas con un frecuente componente heredado),
la imposición de llegar donde ellas no llegaron que ellas entienden como una
ofrenda a nosotras de lo que ellas no tuvieron. También la represión, la
presión, la pre-represión, la post-presión… Una relación madre-hija normalita
conlleva una serie de tiras y aflojas tremenda durante la que se forja la
personalidad de la hija y se modera el carácter de la madre. En una relación
maternofilial tóxica es posible que la madre destroce a la hija o viceversa. En
cualquiera de los dos casos es responsabilidad de la hija crecer y cortar el
cordón umbilical.
Mi abuela se quedó embarazada y se casó. Hablamos de un ambiente rural en
el Aragón profundo. Sí, de Castilla y Aragón nacen las galletas. Nadie más
española que yo, y olé. Además mi padre el castellano se llamaba Fernando,
chupaos esa, nacionalistas de toda catadura. Porque mi madre se llama María Jesús,
que si la bautizan Isabel…
Bueno, regreso a lo mío: mi abuela embarazada se encuentra con mi abuelo el
maltratador y vira la mirada a mi bisabuela. Recordad: Aragón profundo en plena
posguerra. Hablamos de 1950, que podría parecer que no, pero las Españas eran
todavía dos (si es que no siguen siéndolo) y los pueblos de ambas se regían por
determinadas convenciones férreas como Martín Fierro (si es que no se siguen
rigiendo). Vamos, que mi bisabuela le dice que esos lodos son culpa de aquellos
polvos y que con su pan se lo coma.
Me puedo imaginar la rabia contenida, la impotencia, el dolor, la soledad,
la pequeñez que sentiría mi abuela contra mi bisabuela. Me lo puedo imaginar
porque he asistido a todo eso en la figura de mi madre que lo sintió contra mi abuela
porque ella no la protegió de su padre, de mi abuelo el maltratador. Y no sólo
puedo imaginarlo, sino que lo comprendo. Porque soy hija y me he sentido
desprotegida, incomprendida y mal criada. No malcriada, asumo que se ve la diferencia.
Sin embargo, mi abuela no aceptó la responsabilidad de superar los errores
de su madre y eso la llevó a repetirlos en la mía. Y mi madre, que quiso
subsanar los errores de la suya, se excedió y nos traspasó a mi hermana y a mí
traumas heredados varios. Múltiples y graves, diría. Ahora bien, soy una mujer
adulta de 39 años de edad con experiecnias propias y capacidad de decisión. Me
queda mucho por vivir y mucho por aprender. Me queda todo el resto de mi vida
por crecer y llevo desde los dieciséis diciendo que es mía la vida. Es MI vida.
Sería hipócrita y cobarde escudarme en los errores de mujeres que hoy están
muertas o arrepentidas. Sería la mitad de lo que soy y menos de un cuarto de lo
que podré ser si no me dijera en este momento que hace ya tiempo que dejé de
depender de mi madre. No hablo ya de perdón, sino de liberación, de coger los
planos de mi vida –vosotros de las vuestras- y construir con mis propias
herramientas los pisos que me queden hasta llegar al ático. Habrá quien diga que si los cimientos están
torcidos malamente se puede edificar un edificio sólido. Yo contesto que los
cimientos se pueden tirar abajo y comenzar de nuevo.
No digo que sea fácil, sólo que es posible.
Y mañana la rubia que nos encuentra y nos pierde, una mala influencia según cualquier madre que se precie...
Pues sí. La historia marca...pero por delante hay mucho más. Las queremos, pero tenemos vida..propia, y muy rica..y llena de esperanzas. Hermosa galleta.
ResponderEliminarManu
¡Madre, no hay más que una!
ResponderEliminar¡Pues desayuna solo una galleta!
XD