En tiempos convulsos, ya sea por crisis
económicas, ideológicas o personales, parece que todo nuestro mundo se tambalea
y entonces se hace necesario abrir un proceso de reflexión, de lucha interna y
externa, de replantearse un montón de cosas que quizás antes diésemos por
sentadas. De estas hay muchas, puede tratarse de un puesto de trabajo que
parecía asegurado, de un bienestar material al que ya estábamos más que
acostumbrados o de otras a las que a lo mejor damos incluso menos importancia
por el hecho de que siempre están ahí, calladas y silenciosas, pequeñas y
cotidianas, pero que hacen nuestra vida un poquito más gratificante y feliz.
Estos son los efímeros momentos de tranquilidad en que disfrutamos de nuestros
amigos y familia, de nuestra pareja y también, ¿por qué no? De nuestras
mascotas.
Todos guardamos en nuestra trastienda íntima
fantasmas personales que, de vez en cuando, se toman la licencia de salir de su
clausura, miedos viscerales arraigados
en nuestra consciencia colectiva que no dejan de acechar en cuanto se les da la
oportunidad. Pero esta reflexión no trata acerca de esos miedos que todos
conocemos, sino de todo lo contrario, de cómo a pesar de ellos podemos indagar
en nuestra búsqueda de lo que según Aristóteles era el fin último del ser humano, aquello a lo
que tendía por naturaleza: la felicidad.
Lo primero que habría que saber en ese caso
es qué es la felicidad para cada uno. Porque oye para gustos están los colores.
Y si para uno lo mejor de la vida puede ser
tener un Ferrari, para otro, lo mismo, lo más maravilloso es comerse un
bocadillo de cordero, cuando el pan está tierno y crujiente y lleva mucha
mahonesa…
Para algunos esta se encuentra en el dinero;
este bueno es, no lo vamos a negar. Los billetes, por desgracia, otorgan PODER
de dos tipos: primero, el que es un sustantivo y se escribe con mayúsculas, ese
que llena la boca y hace que se hinchen como pavos reales los avariciosos y los
presuntuosos; y, segundo, otro que a mí me gusta más, el verbo. Poder en cuanto
a oportunidades: poder tener tiempo libre, poder viajar, poder estudiar lo que
me gusta, poder darme la satisfacción de mandar a mi jefe a la mierda… ¡huy! Eso
no. Que mi jefe malo (que seguro que me ve, pues tiene ojos hasta en el culo) es
preciosísimo. Un besito desde aquí, nene.
También está claro que el dinero, a día de
hoy, es algo necesario para satisfacer nuestras necesidades fisiológicas
primarias como comida, un techo bajo el que guarecernos, ropa con la cubrir nuestra
desnudez de primates engreídos e incluso, según se están poniendo los tiempos,
ir al médico si enfermamos o dar una educación decente a las generaciones
venideras.
En fin, la cosa se va torciendo por momentos en nuestra
búsqueda, pero no desistamos aún.
Hemos visto que, gran parte, de lo que Maslow
define en su pirámide como «necesidades básicas» pasa por la posesión de un
mínimo de capacidad monetaria. Qué le vamos a hacer. Habrá que aceptarlo. Pero,
solventado este problema, que no es poco, nos damos cuenta de que no por ello
vamos a ser dichosos. Quizás menos desgraciados sí, pero tampoco los reyes del
mambo. ¿Qué más necesitamos entonces?
Ya que hemos empezado con Maslow, preguntémosle
cuál es el siguiente peldaño. Aquí las cosas se van haciendo cada vez más
difusas y complicadas. Ahora necesitamos seguridad. Por supuesto, no vivir
atemorizado de que venga un león a comernos o que alguien de forma arbitraria
nos rompa la cabeza para quedarse con nuestra choza y cabras, es primordial.
Por ello, el hombre decidió vivir en sociedad y crear leyes que nos hicieran un
poco más cómoda la lucha por la supervivencia. La medicina y los avances sociales
y sanitarios también nos han permitido tener la esperanza, que no la certeza,
de que nuestra vida será más larga que la de nuestros antepasados, y poco más
se puede decir al respecto, porque nadie ni nada nos puede garantizar una
protección absoluta ni frente al peligro, ni el dolor o la adversidad. Con lo
cual una parte de incertidumbre quedará abierta siempre en nuestro interior
como parte inherente de estar vivo.
El próximo escalafón lo encontraríamos en las
relaciones sociales. «Nadie es una isla» comenzaba Ernest Hemingway su novela ¿Por quién doblan las campanas?, citando
al poeta John Donne. Así es, todos necesitamos de compañía y afecto, de
interrelacionarnos los unos con los otros para poder crecer, aprender y
sentirnos bien. El problema viene en que esto no siempre es fácil. La gente nos
decepciona, a veces nos pide más de lo que podemos dar; otras, la comunicación
es casi imposible porque chocamos en cuanto a intereses y motivaciones y
llegamos a cansarnos de esforzarnos. El amor, algo maravilloso, pero que da
unos quebraderos de cabeza terribles. ¿Merece la pena luchar? Por supuesto. El
afecto es sin duda una de las mayores
fuentes de placer del ser humano. Y además no cuesta dinero (otras cosas
sí, pero no hace falta ser rico para amar y que te amen, luego ya veremos si
nos tiramos los trastos a la cabeza.)
Y por último, la cúspide tan ansiada. La
estima y la realización.
Problemas complicados ambos. La estima viene
derivada de sentirse valorado, aceptado y querido por los demás. Lógico pero solo
si se tiene en cuenta una premisa clara, no podemos obligar al resto y es
imposible gustar a todo el mundo. Esto es muy necesario saberlo porque en ello
va nuestra cordura. Hay que saber seleccionar y aceptar los propios límites y
los ajenos, partiendo de esta base seguro que el resto será más sencillo.
La realización, no lo tengo del todo claro,
me imagino que, aparte de ser un compendio de todo lo citado con anterioridad,
está relacionado con saber quién eres y poder desarrollarte en aquello que más
te gusta ya sea escribir, dibujar, coser o chupar candados. Pues adelante, no
hace falta ser el mejor en algo pero sí al menos descubrir lo que de verdad te
llena y dedicar aunque sea un ratito a intentarlo, tu psique te lo agradecerá.
Y en realidad me diréis: Toda esta matraca ¿a
cuento de qué viene? Pues a nada es solo una reflexión personal. No poseo el
secreto de la felicidad. Ojalá la tuviera. Solo puedo deciros que cuanto mayor
me hago más pienso que, quitando algunas cositas imprescindibles de las que
hemos hablado antes, está relacionada con algo llamado paz interior. Algo que
antiguos filósofos de distintas escuelas en la Grecia clásica llamaban: Ataraxia.
Y mañana otra cosa, otra sección y otra nena.
Regina Roman y La Mota Rosa. Nadie os da tanto como nosotras ;)
Esta Ataraxia, y la felicidad, me han impactado. No se si es muy Blonde, pero es una reflexión excepcional. A tu jefe malo le encantará. A mí desde luego lo ha hecho.
ResponderEliminarManu
Hala, aquí to er mundo come galletas :)
ResponderEliminarPues sí, rubia. Pues sí. En genral a todo.
Pues sí...
Yo sí tengo el secreto de la felicidad. Lo encontré ya de mayor, ahora tengo 56 tacos: La felicidad es poder hacer siempre lo que te de la gana hacer. Dentro de ello, como una subdivisión, está el llegar a que te de lo mismo lo bien o mal que los demás te consideren. Esa es la ataraxia.
ResponderEliminarHay una frase que "creo" debería cambiarse por esta otra:
ResponderEliminarLa estima viene derivada de sentirse valorado, aceptado y querido por UNO MISMO.
Luego está el zen.
Aunque también están las galletas, que es una forma de practicar el zen pero "a lo Bru" :-)