Venía
hace un momento en el autobús sin saber con qué masa cocinaría hoy las
galletas. Por lo general mi problema es el contrario: mucha idea suelta y el
deber de renunciar a una u otra cosa para centrar el tema. En fin. En un
momento de desesperación una chispa pequeña pero brillante ha saltado de mi
maltratado cerebro y ha dicho: “¡La tienda de los emanems!” (Sí, se escribe
M&Ms, pero se lee emanems); a lo que Emilio, que viajaba a mi lado ha
contestado: “Estamos de saldo ¿eh?”
Demos
todos las gracias a Emilio que me ha dado todo un hilo argumental de la suerte.
GRACIAS, EMILIO.
Ahora
volvamos un momentito a Londres: ya sabéis, ese fin de semana de hace ya tres
que pasé caminando 5 horas al día por la capital inglesa.
A lo
largo de mi vida mi relación con aquellas piedras ha pasado de ser puramente
doméstica (vivía allí), a una idealización patológica, a un periodo de mi vida
del que alardear, a un pozo de buenos recuerdos, a un pozo de recuerdos malos,
al lugar en el que han sucumbido varios hombres en mi vida, a… qué sé yo. Cada
uno tiene sus mitos, sus leyendas. Londres era una de las mías.
Ahora
solo es una ciudad, así que pasé los cuatro días –fin de semana largo, cierto.
No me odiéis mucho por ello.- caminando quince horas a temperaturas cercanas al
punto de congelación para ver lo que ya había visto docenas de veces. Quizá con
otros ojos, quizá con otra perspectiva. Una no envejece en vano.
Lo
malo de algunas ciudades es que además de cargar con lo que significaron para
mí, que ya es carga para una buena recua de mulas, cargan con lo que dice la
prensa sobre ellas: París, Milán, Londres, Nueva York. Si a alguien no se le ha
ocurrido inmediatamente el nombre de alguna revista de moda o, en su defecto,
la palabra pasarela, que me pida en matrimonio. Posiblemente le diga que no,
pero ya sabéis por dónde va la cosa.
Londres,
el glamour, la sofisticación, la bendita puntualidad británica, la elegancia,
el tweed, el te de las cinco, los pastelillos. No se puede visitar la ciudad
del Big Ben sin pasear por sus mercadillos, sin admirar su arquitectura de Mary
Poppins, sus parques de hectáreas interminables, su acervo cultural.
¡Qué
cansado es eso! No voy a negar que además de cansado sea en parte cierto, pero
supone un corsé tan apretado que no se puede ni respirar. No se debe hacer eso
con una ciudad. Cuando visité Santorini el verano pasado ya me pareció obsceno
que el camino de los turistas estuviese trazado como con tiralíneas, así que
saqué fotos a jardines abandonados, casa derruídas y otros despojos que se supone
que no existen.
Las
ciudades son como las personas, tienen sus dobleces, sus callejones oscuros,
sus barrios poco recomendables, sus momentos de depresión, sus complejos y sus
debilidades, sus incoherencias (como ese pene gigantesco que se ve desde todas
partes o la torre OXO y la chimenea de la Tate Modern).
Acercarse
a Londres y limitarse a buscar tiendas de lujo, además de estar al alcance de
muy pocos, es como quedar con una amiga y hablar únicamente de filosofía
presocrática. Te pierdes el cotilleo, las risas, las lágrimas y lo que hace
humana a esa amiga, lo que hace que esté viva esa ciudad. Y aunque todas
queremos ser las chicas de la foto inicial, con esos cuerpos y esa ropa
interior para que nos la arranquen de un mordisco en la cama king size de un
hotel de muchas estrellas, tenemos derecho y debemos reivindicar la posibilidad
de ser horteras, superficiales, coloristas y un poco tontas.
Y
como estoy en plan predicar con el ejemplo, os dejo unas instantáneas de mí
misma en el lugar más lleno de plástico y con menos interés cultural que
encontré y que os recomiendo encarecidamente visitar. Es también uno de los más
divertidos que conozco.
Hay
que divertirse. Hay que reírse, hay que dejar de tomarse en serio. Hace años
que me dijeron esto y no lo entendí. Con toda probabilidad porque quien me lo
dijo no lo hacía ni con buena intención ni el sentido adecuado. Sin embargo hoy
sé que es un hecho. Algunas rubias lo llaman buferismo. Yo digo que si no le
quitas peso a todo lo que te pasa, al final en vez de caminar vas haciendo
surcos con los pies, como si fueras de plomo.
Hagamos
el tonto, hagamos el ridículo. Riámonos de nosotros mismos y así, entre otras
cosas mucho más terapéuticas, iremos un paso por delante de quienes quieran
reírse de nosotros. Además estaremos más guapos, pareceremos más agradables y, cuando soltemos el monólogo de Hamlet en inglés de la época sin dudar, es
posible que alguien se quede a escucharnos. Al fin y al cabo no es lo mismo un
plasta ocasional que uno profesional.
Y mañana con todos ustedes la adusta, la académica, la seriota...
Putas chicas de los anuncios, siempre creando complejos. Estoy contigo es mejor asumirlos y reírse de ellos.
ResponderEliminar¡Buf!
EliminarContra el fin del mundo, bienvenida la risoterapia :).
ResponderEliminarGenial Ali
Es que si no, se acaba el mundo a diario :)
EliminarSi este viernes no se acaba el mundo, creo que me convertiré a la religión del buferismo.
ResponderEliminarPrimer mandamiento: No bufarás del buferismo en vano.
Segundo mandamiento: Te la bufará por encima de todas las cosas.
Tercer mandamiento: No bufarás a la mujer del prójimo, te la bufarás (bueno, aqui se abre un pequeño cisma con la religión primigenia, pero es que la carne es débil).
Tas fatal.
EliminarTe vamos a tener que buscar una novia...
Verdades como puños, Alicia. Nos has regalado verdades como puños =D
ResponderEliminarUn besin
Hala!
EliminarComo puños envueltos en algo acolchado, espero ^^
Gracias por pasarte, guapa. Y por comentar!!