martes, 18 de diciembre de 2012

Se derriten en tu boca, no en tu mano


Venía hace un momento en el autobús sin saber con qué masa cocinaría hoy las galletas. Por lo general mi problema es el contrario: mucha idea suelta y el deber de renunciar a una u otra cosa para centrar el tema. En fin. En un momento de desesperación una chispa pequeña pero brillante ha saltado de mi maltratado cerebro y ha dicho: “¡La tienda de los emanems!” (Sí, se escribe M&Ms, pero se lee emanems); a lo que Emilio, que viajaba a mi lado ha contestado: “Estamos de saldo ¿eh?”

Demos todos las gracias a Emilio que me ha dado todo un hilo argumental de la suerte. GRACIAS, EMILIO.

Ahora volvamos un momentito a Londres: ya sabéis, ese fin de semana de hace ya tres que pasé caminando 5 horas al día por la capital inglesa.

A lo largo de mi vida mi relación con aquellas piedras ha pasado de ser puramente doméstica (vivía allí), a una idealización patológica, a un periodo de mi vida del que alardear, a un pozo de buenos recuerdos, a un pozo de recuerdos malos, al lugar en el que han sucumbido varios hombres en mi vida, a… qué sé yo. Cada uno tiene sus mitos, sus leyendas. Londres era una de las mías.

Ahora solo es una ciudad, así que pasé los cuatro días –fin de semana largo, cierto. No me odiéis mucho por ello.- caminando quince horas a temperaturas cercanas al punto de congelación para ver lo que ya había visto docenas de veces. Quizá con otros ojos, quizá con otra perspectiva. Una no envejece en vano.

Lo malo de algunas ciudades es que además de cargar con lo que significaron para mí, que ya es carga para una buena recua de mulas, cargan con lo que dice la prensa sobre ellas: París, Milán, Londres, Nueva York. Si a alguien no se le ha ocurrido inmediatamente el nombre de alguna revista de moda o, en su defecto, la palabra pasarela, que me pida en matrimonio. Posiblemente le diga que no, pero ya sabéis por dónde va la cosa.

Londres, el glamour, la sofisticación, la bendita puntualidad británica, la elegancia, el tweed, el te de las cinco, los pastelillos. No se puede visitar la ciudad del Big Ben sin pasear por sus mercadillos, sin admirar su arquitectura de Mary Poppins, sus parques de hectáreas interminables, su acervo cultural.

¡Qué cansado es eso! No voy a negar que además de cansado sea en parte cierto, pero supone un corsé tan apretado que no se puede ni respirar. No se debe hacer eso con una ciudad. Cuando visité Santorini el verano pasado ya me pareció obsceno que el camino de los turistas estuviese trazado como con tiralíneas, así que saqué fotos a jardines abandonados, casa derruídas y otros despojos que se supone que no existen.

Las ciudades son como las personas, tienen sus dobleces, sus callejones oscuros, sus barrios poco recomendables, sus momentos de depresión, sus complejos y sus debilidades, sus incoherencias (como ese pene gigantesco que se ve desde todas partes o la torre OXO y la chimenea de la Tate Modern).

Acercarse a Londres y limitarse a buscar tiendas de lujo, además de estar al alcance de muy pocos, es como quedar con una amiga y hablar únicamente de filosofía presocrática. Te pierdes el cotilleo, las risas, las lágrimas y lo que hace humana a esa amiga, lo que hace que esté viva esa ciudad. Y aunque todas queremos ser las chicas de la foto inicial, con esos cuerpos y esa ropa interior para que nos la arranquen de un mordisco en la cama king size de un hotel de muchas estrellas, tenemos derecho y debemos reivindicar la posibilidad de ser horteras, superficiales, coloristas y un poco tontas.

Y como estoy en plan predicar con el ejemplo, os dejo unas instantáneas de mí misma en el lugar más lleno de plástico y con menos interés cultural que encontré y que os recomiendo encarecidamente visitar. Es también uno de los más divertidos que conozco.



Hay que divertirse. Hay que reírse, hay que dejar de tomarse en serio. Hace años que me dijeron esto y no lo entendí. Con toda probabilidad porque quien me lo dijo no lo hacía ni con buena intención ni el sentido adecuado. Sin embargo hoy sé que es un hecho. Algunas rubias lo llaman buferismo. Yo digo que si no le quitas peso a todo lo que te pasa, al final en vez de caminar vas haciendo surcos con los pies, como si fueras de plomo.


Hagamos el tonto, hagamos el ridículo. Riámonos de nosotros mismos y así, entre otras cosas mucho más terapéuticas, iremos un paso por delante de quienes quieran reírse de nosotros. Además estaremos más guapos, pareceremos más agradables y, cuando soltemos el monólogo de Hamlet en inglés de la época sin dudar, es posible que alguien se quede a escucharnos. Al fin y al cabo no es lo mismo un plasta ocasional que uno profesional.







Y mañana con todos ustedes la adusta, la académica, la seriota...


8 comentarios:

  1. Putas chicas de los anuncios, siempre creando complejos. Estoy contigo es mejor asumirlos y reírse de ellos.

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  2. Contra el fin del mundo, bienvenida la risoterapia :).
    Genial Ali

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  3. Si este viernes no se acaba el mundo, creo que me convertiré a la religión del buferismo.

    Primer mandamiento: No bufarás del buferismo en vano.
    Segundo mandamiento: Te la bufará por encima de todas las cosas.
    Tercer mandamiento: No bufarás a la mujer del prójimo, te la bufarás (bueno, aqui se abre un pequeño cisma con la religión primigenia, pero es que la carne es débil).

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  4. Verdades como puños, Alicia. Nos has regalado verdades como puños =D
    Un besin

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    Respuestas
    1. Hala!

      Como puños envueltos en algo acolchado, espero ^^

      Gracias por pasarte, guapa. Y por comentar!!

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