Un día cualquiera (I)
Como
había amanecido de lluvia, Natalia Reynas se recogió el pelo y expuso todos los
aperos de limpieza sobre la encimera de la cocina, echó un vistazo de recuento, abrió las ventanas de la
casa para que las cortinas se agitasen en todas las habitaciones y se colocó un
delantal.
Se extrañó de que el despertador no
hubiese sonado a su hora y de que ni su hija ni su marido la hubiesen avisado,
pero enseguida se sintió bien. Sentada
en la cama, antes de que la lluvia que golpeaba las ventanas se le hiciese
evidente, escuchó el silencio de la casa y descubrió que le gustaba más que el
ajetreo cotidiano.
Ya lista para el comienzo de su
zafarrancho de limpieza se frotó los hombros. La lluvia limpiaba el olor a
lejías, detergentes y spray para el polvo, pero también enfriaba el ambiente.
Escogió el limpia cristales junto con un paño adecuado y se dirigió al espejo
del recibidor, el más grande y difícil de la casa. Mientras lo frotaba pensó,
como siempre que llovía, que Emilio disfrutaba de un sentido del humor muy
especial: Nadie más habría colocado una luna de cuerpo entero junto a la puerta
del despacho donde recibía a sus pacientes.
Cuando dio el último toque a la
superficie reluciente se acercó y comprobó que había quedado perfecta. Ni una
mota esquiva ni una marca. Y el viento se había encargado de que la entrada no
oliese a ningún producto químico con aroma de naranja. Le había llegado el
turno al terrario de Lorenzo.
La salamandra que Emilio y ella habían
comprado para inculcar a su hija un poco de sentido de la responsabilidad se
había convertido en su mejor amiga. Natalia cuidaba de ella con tanto empeño
como de la propia Jaira y la salamandra se lo agradecía con la discreción y la
elegancia de un lagarto doméstico: no hablaba ni tenía arrebatos adolescentes.
Así que Natalia dejó la botella de líquido transparente en el lugar que le
correspondía dentro de la fila de limpieza y llenó un cuenco mediano con agua
templada. Ya en el salón, mientras escurría la gamuza con mucho cuidado,
descubrió un trozo de tela gris que sobresalía bajo el sofá.
Miró el suelo con más atención y
confirmó su sospecha: el sofá se había movido y había dejado al descubierto la
huella de una de sus patas sobre la alfombra.
No se acercó aún a la tela gris. En
cambio irguió la cabeza y giró sobre sí misma: los muebles, los cuadros, los
adornos del salón se le hicieron extraños, móviles, angostos. Sintió un
escalofrío.
No quiso creerse, así que sacudió la
gamuza que había arrugado en la mano. Trató de centrar su atención en el
terrario y en Lorenzo, pero la tela gris seguía en un hueco de su salón que no
debería existir. Se agachó y la recogió; efectivamente, se trataba de una
bufanda que no reconocía. Examinó de nuevo la disposición de los muebles y se
apresuró hacia su habitación.
Abrió la puerta con tanta violencia
que la manilla golpeó contra la pared y volvió a cerrarse. El aire agitó las
cortinas, que se movieron como jirones claroscuros. Las gotas de lluvia aún
repiqueteaban.
Natalia se encontró frente al espejo
de la cómoda, demacrada: los ojos agrandados por el miedo y una vena azul
latiéndole en la sien. Se notaba acalorada, aunque en los brazos aún sentía
frío, y se pasó una mano por la frente. Transpiraba. Se limpió el sudor en el
delantal y observó como le temblaban las manos. Las manos, que eran el rasgo de
su cuerpo que más le gustaba: alargadas, huesudas, siempre crispadas y
nerviosas, a la espera de algo que sostener.
Terminó de enjugarse la frente con
el delantal y se sentó en el borde de la cama. Respiró hondo un par de veces,
miró el penúltimo cajón de la cómoda y por fin se arrodilló frente a él y lo
abrió. No parecía que nadie hubiese hurgado en su ropa interior. La lencería
parecía intacta, aún ordenada por colores y por comodidad. Los conjuntos más
caros detrás, donde manipuló las tablas un momento, hasta que accionó el
mecanismo y el nivel superficial se desencajó sin problemas. El doble fondo
seguía allí, lo que quería decir que Natalia permanecía en su casa.
Llevó una de las manos preciosas al
pecho por si apaciguaba la angustia que le había acelerado los latidos y que
quizá no había sido necesaria. Esperó un momento a que su corazón recuperase el
ritmo acostumbrado. Miró los cuadros de la habitación hasta que los bodegones
conocidos, domésticos, le devolvieron la tranquilidad. Entonces se volvió hacia
la cómoda y abrió el primer cajón. Se soltó el pelo y alargó la mano hasta el
cepillo que siempre usaba antes de acostarse. Se cepillaba cien veces cada noche
como le había enseñado su madre y así lo mantenía joven y brillante. La
relajaba tanto que no recordaba una noche de insomnio desde hacía muchísimo
tiempo.
Cuando ya no le quedaba nada de la
preocupación anterior colocó el cepillo en su sitio y sólo entonces se dio
cuenta: el broche no estaba. Sabía que ella no lo había tocado, pero aún así
inspeccionó a fondo el cajón por si se había resbalado hasta el fondo por
accidente. Sin embargo no apareció. Regresaron el temblor a las manos y las
gotas de sudor a la frente. No se miró en el espejo, pero estaba segura de que
los círculos negros alrededor de sus ojos se habían acentuado.
La habitación de su hija se veía
ordenada. Sin duda la niña comprendería al primer vistazo que alguien la había
registrado y se enfadaría con ella puesto que era la única persona que se había
quedado en casa. Pensó en cerrar la puerta y continuar con la investigación
cuando Emilio volviera del trabajo y Jaira de la facultad, pero la tarde se le
hacía muy lejana. Las horas se convertían en insoportables, así que decidió
contravenir la norma más estricta de la familia y repasó con mucho cuidado
hasta el último centímetro del cuarto de su hija. No encontró el broche.
De vuelta en su habitación, la calma
recuperada apenas lo suficiente, se tomó unos minutos para analizar los hechos:
se había despertado sola, tarde; ni su marido ni su hija se habían despedido.
Una bufanda gris desconocida había aparecido junto al terrario de Lorenzo, los
muebles del salón no estaban en su sitio y el broche de su abuela, una baratija
de bisutería roja en forma de gaviota, había desaparecido.
- Bueno -dijo en
voz alta.
El sonido de su voz no le devolvió
el sentido de la realidad.
Las manos se le crisparon sobre la
colcha de ganchillo y los tendones del cuello se le marcaron tanto que se le
podía haber quebrado la piel. Cerró los ojos y respiró muy despacio.
- Vamos Natalia. Si
te enfadas así no pensarás con claridad. Así que mucha calma. Que no se diga
que tú no sabes guardar secretos.
Entonces sonó el teléfono.
- ¿Natalia? ¿Estás
mejor?
No era la voz de Emilio. Se parecía
mucho. El tono era casi idéntico, pero la pausa entre las palabras no era la
misma. O quizá se tratase de las vocales demasiado abiertas. Desde luego, la
persona con la que hablaba no era su marido.
- Un poco mejor
¿Cómo es que llamas tan temprano? -¿eh? ¿Es
que no saben tus jefes que Emilio nunca interrumpe sus consultas?
Al otro lado del teléfono se oyeron
crujidos y electricidad estática.
- Estoy preocupado.
No he querido despertarte esta mañana. He creído que sería mejor que
descansaras después de lo de anoche.
Natalia no contestó inmediatamente.
La noche anterior había sido como todas las otras. Ella se encontraba muy
cansada, pero nada más.
- Muchas gracias,
cariño – Natalia esperó.
- ¿Cariño? Ahora sí
que me preocupas ¿seguro que estás bien?
- Claro –. Eran
buenos. Debían de tener escuchas. De otro modo no podrían haberse enterado de
cuanto repugnaban a Natalia los cariños y todas las otras cosas que se llamaban
las parejas. Tendría que revisar el piso.
- Oye. Te he
llamado porque he pensado que a lo mejor te apetece comer conmigo.
- ¡Uf! No sé.
Llueve mucho – y no voy a dejar la casa
sola para que os paseéis por ella a vuestras anchas.
- Pero si casi ha
parado, mujer – Natalia estiró el cuello y miró por la ventana. El hombre al
otro lado del teléfono tenía razón.
- ¿Y qué pasa con
la cena?
- ¿Cómo que qué
pasa?
- Sí, bueno... No
sé. La cena…
- Venga, te espero
en la puerta del hospital en media hora. Si te parece cógete un taxi.
Natalia colgó y se llevó las manos a
la cabeza. Se recogería el pelo y se pondría una falda ceñida. Sólo porque no
era su costumbre. Como tampoco lo era colgar hilos diminutos de los tiradores
ni papelitos minúsculos en los bordes de los cajones.
- Me marcho,
Lorenzo –. La salamandra permaneció inmóvil.- Tú vigila. Ya sé que eres un
reptil, pero es lo que hay.
Jaira podría haber estado esperando
en la entrada a que sus padres llegaran. Apareció tan rápido desde el fondo del
pasillo que Emilio no tuvo tiempo de cerrar la puerta.
- ¿Has estado
revolviendo en mis cosas, mamá?
Natalia la miró. La misma melena
negra, la misma piel imperfecta de 20 años recién cumplidos. Aún no se había
desecho de las marcas del acné. Incluso la miraba con la misma ira contenida de
su hija, y llevaba las uñas mordidas hasta la cutícula, como ella.
- ¡Claro que no! –
Miró a quien pretendía pasar por Emilio, y simuló una punzada de dolor materno.
- Jaira…
- ¡Papá! – la chica
se agitó dentro de su camisa negra y sus vaqueros. Metió las manos en los bolsillos
y las estiró hasta que se oyó que el forro crujía. Si hubiese tenido uñas se
las habría clavado en las palmas hasta que saliera sangre.
- Jaira, hija. No
sé cómo se te ocurre.
- ¡Papá!
- Jaira, cálmate –
el padre hizo un gesto a su hija con la barbilla y Jaira cerró los ojos.
- Jaira – Natalia
volvió a la carga.- Jaira mírame. No entiendo nada ¿qué ha pasado?
Jaira resopló. Luego, como si la voz
se escapara de su garganta sin su consentimiento, abrió los ojos y encaró a Natalia.
- ¡Mentira!
- ¡Jaira!
- ¡Cállate, papá!
Esta mujer es una mentirosa patológica y yo no pienso aguantarlo más. Se supone
que la hija soy yo, no ella. No voy a cuidarla más, no voy a tener más cuidado
con nada ¡Claro que sabe lo que pasa!
- Jaira, no sigas
por ahí.
Natalia se sintió débil. No eran su
hija ni su marido, eso estaba cada vez más claro. Su familia no discutía en el
recibidor de la casa con las luces aún apagadas y las ventanas abiertas desde
la mañana. Se abrazó los codos mientras los otros dos seguían con su pantomima.
Observaba sus gestos tan bien estudiados que le provocaban náuseas, pero no les
escuchaba. Trataba de entender de qué manera creían que aquella escena les
acercaría a lo que buscaban. Pretendían un menoscabo lento y constante de sus
nervios. Por eso la habían dejado en la cama. Seguramente habrían manipulado el
reloj y habrían dejado ellos mismos la bufanda gris. El robo del broche era
otra de sus tretas. Y ahora la discusión, las voces altisonantes que la sacaban
de quicio. Notó como el pelo se le humedecía en la nuca y todo el cuerpo se
tensaba. Inmediatamente sintió que temblaba. Ellos no podían verlo, pero en
pocos minutos se haría patente. Se pasó la mano por la cara y se dio cuenta de
que se le habría corrido el maquillaje. También comprendió que el hombre la
había estado observando y que se las arregló para que la conversación terminara
justo en el momento en el que ella había alcanzado su límite.
- ¡Sois los dos
iguales! – Jaira se dio la vuelta con energía y la melena morena le bailó por
la espalda.
- Bueno – él sonrió
mientras encendía las luces- ahora nos odia a los dos.
- Necesito bañarme.
Creo que estoy incubando algo; no me encuentro nada bien. Y, mira, Lorenzo
tampoco tiene buen color – La salamandra seguía quieta en el terrario.
- ¿No está como
siempre?
- No - Natalia se
acercó-. No. Tiene la piel reseca y está pálida. Por cierto, he encontrado esto
esta mañana – Le tendió la bufanda.
Jopeta, jolines y jopelines!
ResponderEliminarHas dejao el relato en un punto que parecen posibles varias causas a lo de Natalia. Me vas a tener una semana dándole vueltas. :-)
Me encanta poder leer buenas historias con el café de la mañana.
Es que tiene 3000 palabras el relato.
EliminarEstoy muy enferma y no me daba para cocinar, así que he sacado esto del congelador.
La semana que viene la segunda parte.
Uy uy uy ... esa bufanda promete.
ResponderEliminarAtento a la salamandra, Manu.
EliminarEs un símbolo :)
ResponderEliminarOjiplática mas dejado. No entiendo nada. Quiero saber. Exijo una explicación... ¡¡¡No me dejes así!!!!
R.R. (Martin, jejeje)
ResponderEliminarEstá muy interesante, estoy impaciente ya esperando a la semana que viene.
Las semanas llegan, las semanas llegan...
ResponderEliminarMe congratula vuestra expectación :)