miércoles, 23 de enero de 2013

Galletas de la suerte - Relato


Un día cualquiera (I)



        
Como había amanecido de lluvia, Natalia Reynas se recogió el pelo y expuso todos los aperos de limpieza sobre la encimera de la cocina, echó un  vistazo de recuento, abrió las ventanas de la casa para que las cortinas se agitasen en todas las habitaciones y se colocó un delantal.

            Se extrañó de que el despertador no hubiese sonado a su hora y de que ni su hija ni su marido la hubiesen avisado, pero enseguida se sintió bien.  Sentada en la cama, antes de que la lluvia que golpeaba las ventanas se le hiciese evidente, escuchó el silencio de la casa y descubrió que le gustaba más que el ajetreo cotidiano.

            Ya lista para el comienzo de su zafarrancho de limpieza se frotó los hombros. La lluvia limpiaba el olor a lejías, detergentes y spray para el polvo, pero también enfriaba el ambiente. Escogió el limpia cristales junto con un paño adecuado y se dirigió al espejo del recibidor, el más grande y difícil de la casa. Mientras lo frotaba pensó, como siempre que llovía, que Emilio disfrutaba de un sentido del humor muy especial: Nadie más habría colocado una luna de cuerpo entero junto a la puerta del despacho donde recibía a sus pacientes.

            Cuando dio el último toque a la superficie reluciente se acercó y comprobó que había quedado perfecta. Ni una mota esquiva ni una marca. Y el viento se había encargado de que la entrada no oliese a ningún producto químico con aroma de naranja. Le había llegado el turno al terrario de Lorenzo.

            La salamandra que Emilio y ella habían comprado para inculcar a su hija un poco de sentido de la responsabilidad se había convertido en su mejor amiga. Natalia cuidaba de ella con tanto empeño como de la propia Jaira y la salamandra se lo agradecía con la discreción y la elegancia de un lagarto doméstico: no hablaba ni tenía arrebatos adolescentes. Así que Natalia dejó la botella de líquido transparente en el lugar que le correspondía dentro de la fila de limpieza y llenó un cuenco mediano con agua templada. Ya en el salón, mientras escurría la gamuza con mucho cuidado, descubrió un trozo de tela gris que sobresalía bajo el sofá.

            Miró el suelo con más atención y confirmó su sospecha: el sofá se había movido y había dejado al descubierto la huella de una de sus patas sobre la alfombra.

            No se acercó aún a la tela gris. En cambio irguió la cabeza y giró sobre sí misma: los muebles, los cuadros, los adornos del salón se le hicieron extraños, móviles, angostos. Sintió un escalofrío.

            No quiso creerse, así que sacudió la gamuza que había arrugado en la mano. Trató de centrar su atención en el terrario y en Lorenzo, pero la tela gris seguía en un hueco de su salón que no debería existir. Se agachó y la recogió; efectivamente, se trataba de una bufanda que no reconocía. Examinó de nuevo la disposición de los muebles y se apresuró hacia su habitación.

            Abrió la puerta con tanta violencia que la manilla golpeó contra la pared y volvió a cerrarse. El aire agitó las cortinas, que se movieron como jirones claroscuros. Las gotas de lluvia aún repiqueteaban.

            Natalia se encontró frente al espejo de la cómoda, demacrada: los ojos agrandados por el miedo y una vena azul latiéndole en la sien. Se notaba acalorada, aunque en los brazos aún sentía frío, y se pasó una mano por la frente. Transpiraba. Se limpió el sudor en el delantal y observó como le temblaban las manos. Las manos, que eran el rasgo de su cuerpo que más le gustaba: alargadas, huesudas, siempre crispadas y nerviosas, a la espera de algo que sostener.

            Terminó de enjugarse la frente con el delantal y se sentó en el borde de la cama. Respiró hondo un par de veces, miró el penúltimo cajón de la cómoda y por fin se arrodilló frente a él y lo abrió. No parecía que nadie hubiese hurgado en su ropa interior. La lencería parecía intacta, aún ordenada por colores y por comodidad. Los conjuntos más caros detrás, donde manipuló las tablas un momento, hasta que accionó el mecanismo y el nivel superficial se desencajó sin problemas. El doble fondo seguía allí, lo que quería decir que Natalia permanecía en su casa.

            Llevó una de las manos preciosas al pecho por si apaciguaba la angustia que le había acelerado los latidos y que quizá no había sido necesaria. Esperó un momento a que su corazón recuperase el ritmo acostumbrado. Miró los cuadros de la habitación hasta que los bodegones conocidos, domésticos, le devolvieron la tranquilidad. Entonces se volvió hacia la cómoda y abrió el primer cajón. Se soltó el pelo y alargó la mano hasta el cepillo que siempre usaba antes de acostarse. Se cepillaba cien veces cada noche como le había enseñado su madre y así lo mantenía joven y brillante. La relajaba tanto que no recordaba una noche de insomnio desde hacía muchísimo tiempo.

            Cuando ya no le quedaba nada de la preocupación anterior colocó el cepillo en su sitio y sólo entonces se dio cuenta: el broche no estaba. Sabía que ella no lo había tocado, pero aún así inspeccionó a fondo el cajón por si se había resbalado hasta el fondo por accidente. Sin embargo no apareció. Regresaron el temblor a las manos y las gotas de sudor a la frente. No se miró en el espejo, pero estaba segura de que los círculos negros alrededor de sus ojos se habían acentuado.

            La habitación de su hija se veía ordenada. Sin duda la niña comprendería al primer vistazo que alguien la había registrado y se enfadaría con ella puesto que era la única persona que se había quedado en casa. Pensó en cerrar la puerta y continuar con la investigación cuando Emilio volviera del trabajo y Jaira de la facultad, pero la tarde se le hacía muy lejana. Las horas se convertían en insoportables, así que decidió contravenir la norma más estricta de la familia y repasó con mucho cuidado hasta el último centímetro del cuarto de su hija. No encontró el broche.

            De vuelta en su habitación, la calma recuperada apenas lo suficiente, se tomó unos minutos para analizar los hechos: se había despertado sola, tarde; ni su marido ni su hija se habían despedido. Una bufanda gris desconocida había aparecido junto al terrario de Lorenzo, los muebles del salón no estaban en su sitio y el broche de su abuela, una baratija de bisutería roja en forma de gaviota, había desaparecido.

- Bueno -dijo en voz alta.

            El sonido de su voz no le devolvió el sentido de la realidad.

            Las manos se le crisparon sobre la colcha de ganchillo y los tendones del cuello se le marcaron tanto que se le podía haber quebrado la piel. Cerró los ojos y respiró muy despacio.

- Vamos Natalia. Si te enfadas así no pensarás con claridad. Así que mucha calma. Que no se diga que tú no sabes guardar secretos.

            Entonces sonó el teléfono.

- ¿Natalia? ¿Estás mejor?

            No era la voz de Emilio. Se parecía mucho. El tono era casi idéntico, pero la pausa entre las palabras no era la misma. O quizá se tratase de las vocales demasiado abiertas. Desde luego, la persona con la que hablaba no era su marido.

- Un poco mejor ¿Cómo es que llamas tan temprano? -¿eh? ¿Es que no saben tus jefes que Emilio nunca interrumpe sus consultas?

             Al otro lado del teléfono se oyeron crujidos y electricidad estática.

- Estoy preocupado. No he querido despertarte esta mañana. He creído que sería mejor que descansaras después de lo de anoche.

            Natalia no contestó inmediatamente. La noche anterior había sido como todas las otras. Ella se encontraba muy cansada, pero nada más.

- Muchas gracias, cariño – Natalia esperó.

- ¿Cariño? Ahora sí que me preocupas ¿seguro que estás bien?

- Claro –. Eran buenos. Debían de tener escuchas. De otro modo no podrían haberse enterado de cuanto repugnaban a Natalia los cariños y todas las otras cosas que se llamaban las parejas. Tendría que revisar el piso.

- Oye. Te he llamado porque he pensado que a lo mejor te apetece comer conmigo.

- ¡Uf! No sé. Llueve mucho – y no voy a dejar la casa sola para que os paseéis por ella a vuestras anchas.

- Pero si casi ha parado, mujer – Natalia estiró el cuello y miró por la ventana. El hombre al otro lado del teléfono tenía razón.

- ¿Y qué pasa con la cena?

- ¿Cómo que qué pasa?

- Sí, bueno... No sé. La cena…

- Venga, te espero en la puerta del hospital en media hora. Si te parece cógete un taxi.

            Natalia colgó y se llevó las manos a la cabeza. Se recogería el pelo y se pondría una falda ceñida. Sólo porque no era su costumbre. Como tampoco lo era colgar hilos diminutos de los tiradores ni papelitos minúsculos en los bordes de los cajones.

- Me marcho, Lorenzo –. La salamandra permaneció inmóvil.- Tú vigila. Ya sé que eres un reptil, pero es lo que hay.

            Jaira podría haber estado esperando en la entrada a que sus padres llegaran. Apareció tan rápido desde el fondo del pasillo que Emilio no tuvo tiempo de cerrar la puerta.
- ¿Has estado revolviendo en mis cosas, mamá?

            Natalia la miró. La misma melena negra, la misma piel imperfecta de 20 años recién cumplidos. Aún no se había desecho de las marcas del acné. Incluso la miraba con la misma ira contenida de su hija, y llevaba las uñas mordidas hasta la cutícula, como ella.

- ¡Claro que no! – Miró a quien pretendía pasar por Emilio, y simuló una punzada de dolor materno.
- Jaira…
- ¡Papá! – la chica se agitó dentro de su camisa negra y sus vaqueros. Metió las manos en los bolsillos y las estiró hasta que se oyó que el forro crujía. Si hubiese tenido uñas se las habría clavado en las palmas hasta que saliera sangre.
- Jaira, hija. No sé cómo se te ocurre.
- ¡Papá!
- Jaira, cálmate – el padre hizo un gesto a su hija con la barbilla y Jaira cerró los ojos.
- Jaira – Natalia volvió a la carga.- Jaira mírame. No entiendo nada ¿qué ha pasado?
            
Jaira resopló. Luego, como si la voz se escapara de su garganta sin su consentimiento, abrió los ojos y encaró a Natalia.

- ¡Mentira!
- ¡Jaira!
- ¡Cállate, papá! Esta mujer es una mentirosa patológica y yo no pienso aguantarlo más. Se supone que la hija soy yo, no ella. No voy a cuidarla más, no voy a tener más cuidado con nada ¡Claro que sabe lo que pasa!
- Jaira, no sigas por ahí.
            
Natalia se sintió débil. No eran su hija ni su marido, eso estaba cada vez más claro. Su familia no discutía en el recibidor de la casa con las luces aún apagadas y las ventanas abiertas desde la mañana. Se abrazó los codos mientras los otros dos seguían con su pantomima. Observaba sus gestos tan bien estudiados que le provocaban náuseas, pero no les escuchaba. Trataba de entender de qué manera creían que aquella escena les acercaría a lo que buscaban. Pretendían un menoscabo lento y constante de sus nervios. Por eso la habían dejado en la cama. Seguramente habrían manipulado el reloj y habrían dejado ellos mismos la bufanda gris. El robo del broche era otra de sus tretas. Y ahora la discusión, las voces altisonantes que la sacaban de quicio. Notó como el pelo se le humedecía en la nuca y todo el cuerpo se tensaba. Inmediatamente sintió que temblaba. Ellos no podían verlo, pero en pocos minutos se haría patente. Se pasó la mano por la cara y se dio cuenta de que se le habría corrido el maquillaje. También comprendió que el hombre la había estado observando y que se las arregló para que la conversación terminara justo en el momento en el que ella había alcanzado su límite.

- ¡Sois los dos iguales! – Jaira se dio la vuelta con energía y la melena morena le bailó por la espalda.

- Bueno – él sonrió mientras encendía las luces- ahora nos odia a los dos.
- Necesito bañarme. Creo que estoy incubando algo; no me encuentro nada bien. Y, mira, Lorenzo tampoco tiene buen color – La salamandra seguía quieta en el terrario.
- ¿No está como siempre?
- No - Natalia se acercó-. No. Tiene la piel reseca y está pálida. Por cierto, he encontrado esto esta mañana – Le tendió la bufanda.

Esto sigue la semana que viene.
Mañana...


  





7 comentarios:

  1. Jopeta, jolines y jopelines!

    Has dejao el relato en un punto que parecen posibles varias causas a lo de Natalia. Me vas a tener una semana dándole vueltas. :-)

    Me encanta poder leer buenas historias con el café de la mañana.

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    1. Es que tiene 3000 palabras el relato.

      Estoy muy enferma y no me daba para cocinar, así que he sacado esto del congelador.

      La semana que viene la segunda parte.

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  2. Uy uy uy ... esa bufanda promete.

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  3. Ojiplática mas dejado. No entiendo nada. Quiero saber. Exijo una explicación... ¡¡¡No me dejes así!!!!


    R.R. (Martin, jejeje)

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  4. Está muy interesante, estoy impaciente ya esperando a la semana que viene.

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  5. Las semanas llegan, las semanas llegan...

    Me congratula vuestra expectación :)

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