martes, 8 de enero de 2013

LA MOTA ROSA (IX): de restaurante molón









Aquí estamos, un martes más, deseandoos lo mejor y entreteniéndoos con otra entrega de LA MOTA ROSA. A Lola le toca conocer a su futura familia política. Uno de esos momentos trascendentales en la vida de toda chica en el que toca... fingir que una está encantada.


DE RESTAURANTE MOLÓN...


A mi padre le gusta el buen yantar y desde pequeña me lleva a restaurantes suntuosos de esos que te funden la Visa y se quedan tan panchos; durante mi matrimonio frecuenté alguno que otro, aunque desde que nació Rafa, con un bebé, prefería quedarme en casa (así nos fue); en mi relación con Hamilton salimos muchas noches de asueto a beber buen vino y a disfrutar. Pero no acabo de sentirme a gusto en lugares donde los camareros te espían, y juzgan cada movimiento tuyo, como deseando que metas la pata y demuestres que no reúnes la categoría suficiente para gastarte los cuartos en su establecimiento.
Rara que es una.



Llegamos tarde y jadeando. Con el ojo hecho mistos y pidiendo disculpas. Papá se levantó enseguida a abrazarnos y recibirnos con una sonrisa de oreja a oreja que me desarmó. Realmente, por el motivo que fuese, parecía jubiloso dentro de su desdicha y yo no iba a ser la mala pécora que se lo desinflase. De modo que me mentalicé de que Emilia era lo mejor que podía pasarle y que iba a hacerlo, el tiempo que durase el sucedáneo de relación, tremendamente feliz.
—Emilia, chicas, esta es mi hija Lola y mi nieto, Rafael.
—Rafa, abuelo —lo corrigió el chaval de inmediato. Yo me entretuve en observar aquellas tres caras pintadas de retrato. Eran… ¿Cómo decirlo sin ofender? Dificilillas de mirar. Enjutas, severas, caras de caballo con muchos rasgos en común. Párpados pesados, moños bajos anticuados y ropa oscura y tristona.
Les estreché la mano con la mejor de mis sonrisas.
—Emilia…
—Encantada —Voz de pito, lo que faltaba—, estas son mis hijas Teodora y Basilea.
Anda que el que las bautizó se quedó descansando. Menudos nombrecitos.
—Todos me llaman Dora —especificó la que parecía más joven y dulce. ¿Conque Dora? Mira qué moderna. Algo es algo.
—Encantada —balbuceé mientras Basilea me sometía a un feroz escrutinio desde detrás de sus gafas.




—Tenéis que llevaros bien, a partir de muy pronto seréis hermanas —comentó mi padre en plan ñoño y sin percatarse del mal rollo que sobrevolaba nuestras cabezas. Lo que consigue el despepitarse de ilusión, oye, ceguera total.
Me entraron unas ganas terribles de llevarle la contraria: ¿Hermanas? Antes muerta. Hermanastras en todo caso y tendría que pensármelo. Llegó el camarero pidiéndonos los aperitivos. Emilia aprovechó la presencia del buen mozo, y que me sonrió coqueto un par de veces, para clavarme el primer rejón de la noche.
—Eduardo me había comentado que tenías la misma edad que las niñas pero… no sé, yo te veo mayor. ¿Cuántos tienes, Lola?
Carraspeé con la esperanza de que el camarero se esfumara antes de verme obligada a responder pero la muy bruja insistió.
—¿Cuarenta y seis? ¿Cuarenta y ocho?
Me cago en to lo que se menea.
—Cuarenta y cuatro —La saqué de su error en un soplo inaudible.
—¡Tienes cuarenta y cuatro años! —repitió en un tono que solo la última mesa del fondo no oyó—. Pues quién lo diría, te conservas divinamente, eres preciosa, ¿verdad, chicas, que es preciosa?


Me subió el coraje por el cuello arriba desde el escote y me puse roja como una remolacha. Oculté la cabeza tras la cartulina del menú y solo saqué la esquina de un ojo para pedir una copa de vino blanco.
—Bueno, pues me gustaría dedicaros un brindis ahora que estamos todos reunidos. Para mí, sois mi familia, todo lo que tengo, espero que sepáis lo importante que es eso para un pobre viejo decrépito…
—Por Dios, papá, no dramatices. —Ya me conozco el pitorreo de mi padre cuando empieza con sus cosas en plan teatral. Quien  no lo ha visto antes es capaz de tomárselo en serio y llevarse un berrinche.
—Eduardo, estás divino —Emilia agitó sus dedos sarmentosos cubiertos de anillos—, no tienes de qué lamentarte. Si llegas a ver al pobre Claudio —me miró directamente a mí y aclaró—, mi difunto, tenía mil y un achaques, artrosis, no le quedaba ni un pelo, gota por culpa de su desmedida afición al marisco… —Emitió un suspiro que hizo respingar a Rafa—. En fin, cosas de la vida, ya descansa en paz, el pobre.
—Amén —entonaron a coro las dos hermanas.


Continuará... (si Dios y los residuos polvoroneros quieren...)

Mañana miércoles, "Las galletas de la suerte" con mi queridísima Alicia Pérez Gil. Imperdibles.


1 comentario:

  1. Dichosas edades!! ¿O benditas edades? El año que viene cuando cumpla los 44 te lo cuento Srta. Martin ;)

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